Hace unos días visite a mi tío Eduardo Rodríguez quien vive en San Felipe, capital del estado Yaracuy. Para los que leen fuera de Venezuela, San Felipe es una ciudad ubicada a unos 300 Km. al oeste de Caracas. Tanto la ciudad como el estado son posiblemente, los más limpios de toda Venezuela. Da gusto transitar sus pulcras carreteras y autopistas impregnadas de un verdor que abruma, cubriendo todo el paisaje con una paz embriagadora. Basta recorrer Yaracuy, estado eminentemente agrícola, para percibir un buen gobierno que se desearía en otras latitudes y longitudes del país.
Volviendo a la sabrosa conversación, lejana de todo academicismo, pero basada en un profundo conocimiento y estudio de la realidad internacional por parte de Eduardo, fue inevitable el debate sobre el problema de la permanente amenaza de utilización de la violencia por parte de los poderes que se resisten a aceptar una nueva realidad, mientras los ciudadanos están inermes, a pesar que se argumenta que el pueblo está en el gobierno. En ese contexto, apareció la consabida pregunta de ¿cómo es posible que…?
En un distendido ambiente familiar, no pretendí hacer una disertación teórica ni esbozar consabidos argumentos superficiales que me permitieran salir del paso con simplicidades y lugares comunes que llenaran el momento, mucho menos hacer que se supusiera que tenía respuestas para todo. Eduardo no me lo hubiera permitido.
Ello me condujo a pensar, dada la reiterada manifestación de inquietud, expresada a través de conversaciones y correos hechos llegar en las últimas semanas que efectivamente estamos ante una extraña situación producida cuando un pueblo que ha elevado sus niveles de entendimiento y su capacidad de análisis político, no encuentra explicaciones ante determinados hechos que ocurren. La ausencia de lo que se llamó “pedagogía popular” del Comandante Chávez ha comenzado a hacerse sentir. La inexistencia de un proyecto masivo de formación y educación que debería encarar cualquier partido político, la incapacidad de los instrumentos comunicacionales de generar mejores herramientas de análisis para aportar mecanismos que coadyuven a entender los procesos que se viven, confluyen negativamente en esta percepción. Los medios de comunicación, en particular la televisión y la radio se circunscriben a informar, a veces acríticamente, los hechos que ocurren. Y ello, no ayuda al proceso de toma de conciencia, sobre todo porque la fuerza de las transnacionales de la información que transmiten violencia, consumismo e individualismo conducen a su objetivo de concebir sociedades más frágiles en el camino de crear condiciones para fragmentarlas y hacerlas más permeables y receptivas a la propaganda imperial.
En el mundo de hoy, ese es un paso imprescindible y necesario a fin de generar las circunstancias más propicias para intervenciones de cualquier tipo. Se trata de emular formas de vida, costumbres, hábitos alimentarios, modas en el vestir e intereses de potencias que aparecen esgrimiendo conductas y principios a los que se les da valor universal. Esto también incluye el papel del Estado, las características de la democracia y la defensa de los derechos humanos. En el último siglo y medio, Estados Unidos se ha autoerigido en el evaluador universal de los comportamientos políticos de los Estados y pueblos a partir de cánones establecidos unilateralmente, pretendiendo una homogeneidad global que no existe, toda vez que civilizaciones y pueblos distintos y diversos, configuran la maravilla global de la vida en este planeta.
En este sentido, los poderes imperiales se arrogan el uso de la violencia. Hay que decir que la violencia forma parte de la esencia del capitalismo constituyendo un elemento consustancial de su ADN. Hablando de “la llamada acumulación original” en El Capital, Carlos Marx, decía que “en la historia real (a diferencia del relato idílico de la economía política) desempeñan un gran papel la conquista, la esclavización, el robo y el asesinato: la violencia, en una palabra”. Por su parte en el Anti-Dühring, Federico Engels afirmaba que “Son siempre y en todas partes las condiciones económicas y los recursos de poder de que se dispone los que ayudan a la violencia a triunfar y sin los cuáles ésta deja de ser violencia”.
Para Marx y Engels, la violencia está íntimamente ligada al Estado. En el Manifiesto Comunista señalan que “el poder político, hablando propiamente, es la violencia organizada de una clase para la opresión de otra”. Para quienes se escandalizan porque se habla de Marx y del Manifiesto Comunista, vale decir que Max Weber, otro de los padres de la sociología consideraba que el Estado es una entidad que ostenta el monopolio de la violencia y los medios de coacción. Esta definición weberiana ha sido básica para los estudiosos de las ciencias políticas alejados de Marx y del socialismo. Cuando ambos aceptan estos preceptos no determinan diferencias entre uno u otro tipo de Estado, siendo necesario recordar, que incluso en el Estado socialista, -si hubiera alguno en el mundo-, todavía existen clases sociales que luchan por el poder y, que en la medida que lo asumen, poseen “el legítimo derecho a la violencia”.
De manera tal que no debería haber cuestionamientos en este sentido. Sin embargo, la modernidad ha establecido límites en los marcos de la democracia, -a fin de evitar desbordes que conduzcan a la violación de los derechos humanos de los ciudadanos- los cuales a partir de 1948 fueron transformados en Resolución de Naciones Unidas a través de la Declaración Universal de Derechos Humanos. Precisamente, uno de los considerando de esta Declaración manifiesta que “…el desconocimiento y el menosprecio de los derechos humanos han originado actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad, y que se ha proclamado, como la aspiración más elevada del hombre, el advenimiento de un mundo en que los seres humanos, liberados del temor y de la miseria, disfruten de la libertad de palabra y de la libertad de creencias”. A pesar de esto, el presidente de Estados Unidos, hace sólo unos días se permitió afirmar que su país “en ocasiones tuerce el brazo a los países cuando no hacen lo que queremos”. Posiblemente Hitler y Pinochet se hubieran sonrojado al escuchar esta confesión. La diferencia, es que ninguno de los dos se propuso vender su proyecto como modelo de democracia.
La verdad es que otra ha sido la realidad. No debe olvidarse que la democracia siendo un paso adelante en la historia política de la humanidad fue desde sus inicios un sistema excluyente. En la antigua Grecia, sólo los ciudadanos tenían derechos, mientras la mayoría de la población que era esclava, no los poseía. 2500 años después y considerando los avances que han significado el feudalismo y el capitalismo respecto de tal época, la democracia sigue siendo un sistema excluyente en la sociedad. Continúa mostrando una faceta que la exhibe como un sistema político de élites.
El capitalismo la ha perfeccionado al máximo, estableciendo desde hace un poco más de dos siglos, un modelo representativo que se ha jerarquizado cada vez más y que mediante el monopolio de la violencia busca perpetuar el poder económico de aquellos que mediante el control del poder político sostienen ese modelo de élites. Esto es lo que ha comenzado a desmoronarse y a adquirir nuevas formas en algunos países del mundo y en particular en América Latina. No se trata de la clase obrera asaltando el poder como lo presagió Marx o Lenin. Se trata, solamente de establecer en el marco del capitalismo, nuevas reglas de juego, que al menos protejan a nuestros países de la expoliación imperial y la aplicación de medidas neoliberales, permitiendo de esa manera, espacios superiores de inclusión que conduzcan a mejorar las condiciones de vida, en particular las de educación y cultura para que, de esa manera, teniendo ciudadanos conscientes de su condición de sujetos de la historia, puedan participar protagónicamente en el proceso de transformación revolucionaria de la sociedad.
No es todavía el socialismo, se trata de crear una correlación de fuerzas que haga posible iniciar la transición al socialismo. Pero, incluso esto es resistido violentamente por los poderes imperiales y sus representantes locales. Aún cuando han perdido la posibilidad de utilizar el aparato del Estado para usar la violencia a su favor, recurren a ella, porque finalmente hay un poder global que ampara tales acciones, a partir de su resistencia a aceptar que una época nueva está naciendo.
Vale decir, que el gobierno es sólo una parte del poder y que asumir el gobierno solo sirve, - si se trabaja en pro de ello- para crear mejores condiciones para que el pueblo pueda acceder al poder. Este proceso no está exento de contradicciones, porque como se ha dicho antes, confluyen múltiples intereses que pueden acelerarlo o frenarlo. El desconocimiento y la incomprensión frente a la existencia de estos fenómenos que son propios de las sociedades de clases, son los que motivan la cada vez más común interrogante de ¿cómo es posible que…? la cual, mi tío Eduardo Rodríguez se hace tan seguido.
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