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miércoles, 31 de julio de 2013

Política, democracia y socialismo


Al examinar los últimos 50 años de la historia, tal como opinan los teóricos norteamericanos James Rosenau y Mary Durfee, se puede observar que la Guerra Fría no estimuló el cambio, sino que lo enmascaró y que al finalizar el mundo bipolar, apareció la globalización como paradigma que trata de expresar una visión del orbe, un marco conceptual, ideológico e interpretativo, el cual ha sido aceptado sobre todo por aquellas sociedades que no tienen un modelo propio para enfrentar desde sus perspectivas un futuro que sea posible y que no repita las concepciones impuestas desde el exterior.

Este marco de referencia trata de mostrar una visión particular de la democracia y la libertad de mercado que no siempre responde a los intereses de nuestros pueblos, ya que como fuerza dominante desde la última década del siglo XX, la globalización ha estado marcada por los aspectos económicos y por la expansión de los mercados, limitando el desarrollo humano y provocando beneficios para algunos y marginación para la mayoría.  En un ámbito ideal, desde la visión  reformista,  este proceso podría llegar a tener un rostro humano si se lograra una nueva aproximación desde los gobiernos, si es que ella preserva las “ventajas ofrecidas por los mercados globales y la competencia”, pero que permita al mismo tiempo que los recursos  humanos, comunitarios y ambientales aseguren que la globalización trabaja para los pueblos y no  para las ganancias. Es la visión social demócrata que trata de conciliar los intereses del mercado con los intereses de los pueblos. Con Juan Pablo II rechazan el neoliberalismo salvaje, pero no hacen nada por cambiar el estado de la situación.  

Por otro lado, la política juega un papel trascendente, al igual que la cultura, lo cual se debe tener en cuenta si le queremos dar coherencia a un mundo donde los nacionalismos, los conflictos étnicos y la religión han adquirido relevancia en la agenda actual, todo lo cual es contradictorio con la globalización abarcante que pretende hegemonizar costumbres, tradiciones y hábitos, a fin de hacer de los pueblos, meros objetos de uso. Dicho en palabras del presidente Rafael Correa, “…una globalización que no busca crear sociedades planetarias, sino tan solo mercados planetarios; que no busca crear ciudadanos del mundo sino tan solo consumidores del mundo”. 

Hoy, quienes hacen política tienen que ocuparse de temas como la corrupción, el narcotráfico, la protección del ambiente, las minorías, la pobreza y la exclusión. Además, la presión del mercado para que el Estado limite su accionar a áreas estrictamente administrativas, ha obligado al primero a iniciar un proceso de modernización que le permita mantenerse como actor importante, cuando el mercado no ha podido legitimarse como referente valorativo- normativo de las sociedades.

En este contexto, se ha empezado a vivir un nuevo ambiente cultural donde pugnan por un lado, las tendencias por imponer formas de actuación y de consumo ajenos a las culturas tradicionales y por otro, aquellas que en medio de la vorágine mass-mediática trata de mantener un espacio que le dé sentido a la política y que le permita actuar en sociedad.

Este es el marco para que la democracia  cobre su verdadero valor, poniendo al ser humano en el centro de su interés y de su acción. La democracia no debe ser entendida como un punto de llegada, sino como un camino a ser transitado, en el cual, asumir las transformaciones de la política permitirán que ese recorrido sea más provechoso, garantizando el espacio para el libre desarrollo de la actividad de los hombres.

En América Latina, la situación de extrema pobreza afecta a la tercera parte de la población, que subsiste con ingresos inferiores a un dólar por día por persona. El 20% más pobre de la población recibe menos del 4% del ingreso en tanto que el 10% más rico recibe más del 30%.

Por ello, uno de los grandes retos que enfrentan los países latinoamericanos radica, precisamente, en lanzar la justicia social, para lo cual es indispensable crear riqueza y que ésta sea bien y equitativamente distribuida.

En algunos países de la región, a la crisis económica y la complicación social corresponden deformaciones y carencias culturales y tendencias a la anarquización política; patrones de tipo pragmático o utilitarista, sobrevaloran el dinero, el éxito y el poder económicos logrados  con cualquier método y a cualquier precio. Recurrir al autoritarismo, a la coerción, la violencia y el menosprecio a la democracia y el imperio del derecho son preferidos tanto por grupos que pretenden conservar el status quo como por los que buscan destruirlo y reemplazarlo. Asimismo, en varios países de Latinoamérica existe una crisis de los partidos políticos y los parlamentos, que a su vez se integran en la constelación de factores y procesos con efectos negativos para el sistema y la vida de la democracia. Así, el reordenamiento de las fuerzas y sectores políticos, ya no obedece solamente a las prioridades del desarrollo, sino también y de manera fundamental a la estructuración del poder estatal en torno al proyecto democrático. De modo tal que las nuevas alianzas que se realizan bajo el signo de la democracia, deben hacerse siempre sobre la base del máximo consenso. En todo caso, el llamado a la participación resulta por demás imperativo para la consolidación del proyecto democrático, sin embargo, no hay que obviar que las tendencias en contra de la organización de la política de ese modo se revelan en nuestros días muy persistentes, obligándonos a permanecer siempre atentos a las repercusiones que esto pueda tener.

Esta situación obliga a que el discurso democrático actual en América Latina conlleve signos forzados que expresen la voluntad de apertura hacia la participación popular, como muestra real de la voluntad política de hacer cambios; esto es, practicar y reconocer la política democrática como un vínculo permanente entre los ciudadanos y el gobierno. Este se establece y reconoce las libertades civiles, los derechos políticos básicos, el principio de la mayoría y los derechos de las minorías, elecciones libres y el respeto total a los derechos humanos, para la regeneración de la vida ciudadana, el fortalecimiento de las organizaciones intermedias entre las que destacan los partidos políticos, pero también los sindicatos, las cooperativas y otros grupos de interés organizados en la sociedad.

No se puede negar que la democracia ha ampliado los espacios de libertad, la actuación de la sociedad, la responsabilidad política, el control civil de las fuerzas armadas y ha dado lugar a una preocupación veraz por la equidad social y una distribución más justa de las riquezas, sin embargo, es evidente también que persisten los enclaves autoritarios, precariedad de las instituciones representativas y de los derechos de los ciudadanos, así como niveles intolerables de exclusión y pobreza.

Este contexto de realizaciones no obsta para decir que hoy, todo ello es insuficiente. Muchos se preguntan por qué en un país como Brasil con un gobierno de izquierda, se han producido las multitudinarias manifestaciones populares de protesta. Son las mismas que se han realizado en años recientes en países como Túnez, Egipto, Grecia, España, Chile o Estados Unidos. Los participantes no luchan por la revolución ni por el socialismo. Sólo exigen democracia, participación, justicia y equidad. Todas podrían ser consideradas demandas liberales que están consagradas constitucionalmente y que seguro fueron objetivos de campaña de los partidos en el gobierno sean estos de izquierda o derecha. El problema no pasa por ahí. Es mucho más profundo. Es el de un sistema en crisis que no es capaz de  dar respuestas a las demandas populares. Es cierto que los gobiernos del PT han sacado de la pobreza a 30 millones de brasileños y nadie puede poner en duda que esa es una acción revolucionaria, pero no basta. Varios millones continúan aún excluidos.  Ni hablar de aquellos países gobernados por la derecha donde la respuesta es más represión y más medidas neoliberales.


Sólo una democracia plena, participativa, solidaria y equitativa en la que los pueblos dejen de ser objeto para transformarse en sujeto de la política puede producir los cambios necesarios. Cuando las posibilidades económicas no lo permiten, la conciencia consentirá comprender las dificultades, de manera que pueblo y gobierno sean uno sólo en la búsqueda de las soluciones. Ello, únicamente es posible en socialismo.  

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