Tal vez muchas personas piensen que el conflicto entre Estados Unidos y China es reciente y que su caracterización como “guerra comercial”, permite explicar la esencia del mismo, pero ni lo uno ni lo otro es real. Exaltar esta confrontación en el marco de esas dos particularidades lleva a errores de análisis y, en esa medida, falencias en la comprensión del fenómeno y conclusiones equivocadas sobre el mismo.
Aunque formalmente la mal llamada “guerra comercial” de Estados Unidos contra China fue desatada por el presidente Trump en marzo de 2018, los antecedentes de la misma se pueden descubrir en fecha tan lejana como 1992 durante el gobierno de George Bush padre. Como casi siempre ocurre, tras los aparentes objetivos que encara una acción de política internacional de Estados Unidos, se ocultan otros que develan el verdadero trasfondo del asunto.
Los dos viajes realizados por Henry Kissinger a China en 1971 y el del presidente Richard Nixon en 1972 allanaron el camino para el establecimiento de relaciones entre los dos países. En la práctica, se trataba de una alianza en contra de un enemigo común: la Unión Soviética.
Todo marchó bien, las relaciones bilaterales crecían y el intercambio comercial mucho más hasta que en diciembre de 1991 la disolución de la Unión Soviética puso fin a la guerra fría y al mundo bipolar y el planeta entró en una caótica etapa de indefiniciones que llegó a su término en septiembre de 2001, cuando tras los ataques terroristas en Estados Unidos, el presidente Bush aprovechó las circunstancias para proponerse construir un sistema internacional unipolar bajo égida estadounidense. La luna de miel entre las dos potencias llegó a su fin, cada una comenzó a buscar acomodo en la nueva situación creada.
Después del 11 de septiembre de 2001 se produjo una redefinición de objetivos de política exterior de Estados Unidos que ahora se agrupaban en torno al eje de lucha contra el terrorismo que había instaurado el presidente George W. Bush. A partir de ello, Washington se propuso combatir los grupos terroristas, aislar a los llamados “Estados canallas” y establecer gobiernos leales en Asia Occidental. Eso significó un re direccionamiento de la asignación de recursos financieros destinados al gasto militar para cumplir estas metas.