El terrorismo es la acción política violenta que puede ser usada por el gobierno o por la oposición a éste. Paradójicamente el concepto surgió para caracterizar la política de terror durante la Revolución Francesa, es decir que su nacimiento está asociado al poder y a la aplicación del mismo por la burguesía contra sus oponentes. Rápidamente el mismo se asoció con cualquier sistema de opresión violenta basada en el miedo.
El terrorismo de Estado consiste en la aplicación sistemática de la violencia por parte del aparato estatal a fin de amedrentar a los opositores, afectando en algunas ocasiones a la mayoría de la población como ocurrió en la América Latina de los años 70 y 80 del siglo pasado. Pero el terrorismo de Estado puede tener una proyección externa cuando las acciones violentas se ejercen en otros países, vulnerando el soporte jurídico que ofrece el Derecho Internacional para las relaciones pacíficas entre naciones.
Desde el punto de vista ético, la práctica del terrorismo plantea el dilema entre los fines y los medios, expuesto por Albert Camus en su obra “Los Justos” cuestionando a aquellos que colocan su causa por encima de los preceptos morales. Eso es lo que hoy ha permitido a Estados Unidos, -en el caso de Siria- afirmar que hay “terroristas buenos y malos”, toda vez que los primeros sirven a sus propósitos de derrocar al gobierno legítimo de ese país. Es la misma concepción que llevaba a la potencia imperial a caracterizar a la Contra nicaragüense como luchadores por la libertad, así como proteger en su territorio a Luis Posada Carriles, Orlando Bosch, Félix Rodríguez y otros terroristas confesos de cometer crímenes de lesa humanidad.
Esto es mucho más que un mero debate académico, si se considera que las sociedades exigen respuestas frente a estas tenebrosas actuaciones sobre las que la Organización de Naciones Unidas ni siquiera posee una definición aceptada por todos. Tal vaguedad conceptual es la que permite cometer atrocidades en nombre de “la libertad y la democracia”, estas si delimitadas axiomáticamente por las potencias globales a fin de actuar impunemente en cualquier rincón del planeta. De esa manera, se caracteriza como terrorista la respuesta del pueblo palestino a la brutal represión del Estado de Israel, de la misma manera que hicieron con los luchadores anti apartheid de Sudáfrica. Cabe recordar que el propio Nelson Mandela fue considerado como terrorista por Estados Unidos hasta el año 2008, 18 años después de salir de prisión y 14 de ser elegido presidente de su país. En un sin sentido propio de las imposiciones imperiales, Mandela ejerció todo su período presidencial siendo considerado como terrorista por la mayor potencia mundial. Si nos atenemos a esto, Mandela sólo vivió los últimos cinco años de su vida, sin ser calificado como tal. Algún despistado diría que antecedió a Barack Obama como el primer terrorista que ganó el Premio Nobel de la Paz.
Si aceptamos que el terrorismo es conceptualmente el sacrificio deliberado de víctimas inocentes, así como la transgresión de derechos superiores a los que se dicen defender y la vulneración de valores o su imposición por la fuerza, no nos queda más que afirmar que los mayores terroristas del planeta son los gobiernos de Estados Unidos y los países de la OTAN. Ello, no sólo por su actuación directa, sino también por su participación inmediata en la construcción de organizaciones terroristas a lo largo del mundo, las que lo están sembrando de violencia, miedo, persecución hasta llegar a niveles de deshumanización tales que deja disminuido hasta al régimen nazi, caracterizado como el peor horror del planeta durante el siglo XX.
En reciente vista a Kenia, el papa Francisco apuntó que “La experiencia demuestra que la violencia, los conflictos y el terrorismo que se alimenta del miedo, la desconfianza y la desesperación nacen de la pobreza y la frustración. En última instancia, la lucha contra estos enemigos de la paz y la prosperidad debe ser llevada a cabo por hombres y mujeres que creen en ella sin temor, y dan testimonio creíble de los grandes valores espirituales y políticos que inspiraron el nacimiento de la nación”. En estas palabras, el máximo representante de la iglesia católica pone el énfasis en la búsqueda de las causas del terrorismo y las ubica en “la pobreza y la frustración”. Si acogemos esta prédica, lamentablemente tendremos que aceptar que va a ser difícil eliminar este flagelo si no se suprimen los móviles que le dan origen. En esa medida, la pobreza, un engendro mucho peor que el terrorismo porque ocasiona más muertos y pesares a la humanidad, no va a tener solución en los marcos del capitalismo que intrínsecamente es depredador, marginador y excluyente.
Digo esto porque la única respuesta (necesaria a estas alturas) que se ha escuchado de parte de los mandatarios que dirigen las operaciones anti terroristas es la acción bélica, las cuales, incluso cuando son efectivas, -como lo demuestran las llevadas a cabo en conjunto por el ejército sirio y la aviación rusa- y llegaran a obtener un éxito contundente, así como la supresión de los grupos terroristas que hoy operan en Siria e Irak, no darán solución definitiva al problema.
La ola de terror en el Medio Oriente, que también ha afectado a Estados Unidos, Rusia, China y Europa, fue iniciada a partir de la creación, financiamiento, dotación de armas y adiestramiento de los talibanes y con ellos de Al Qaeda por parte de la CIA en Afganistán en los años 80 del siglo pasado. Sin embargo, cobró fuerza a partir de los atentados del 11 de septiembre de 2001 –conocidos de antemano por el gobierno de Estados Unidos si nos atenemos a las declaraciones de diez jefes de inteligencia que comparecieron a una comisión especial del Senado que investigó los hechos-. Ello condujo a la utilización, -por parte del Presidente Bush- de la lucha contra el terrorismo como elemento ordenador de las relaciones internacionales y el establecimiento por la fuerza de un mundo unipolar como modelo organizacional en el planeta.
Los intentos de imposición de valores, de una cultura distinta y de un modelo de democracia que siendo mejor que el dictatorial, no ha funcionado en ningún lugar del mundo, sobre todo en aquellos países del Medio Oriente, gobernados por monarquías putrefactas en las que no existe el menor atisbo de democracia y se violan cotidianamente los derechos humanos, bajo la mirada cómplice de Occidente, ha sido el caldo de cultivo para que miles de jóvenes musulmanes excluidos, marginados y violentados en su humanidad y sus creencias, terminen aceptando ideologías extremistas (ajenas y usurpadoras del islam) que han comenzado a actuar en territorios cada vez más extensos y con una saña superlativa.
En el contexto actual, caracterizado de una parte, por el inaudito incremento de las migraciones de ciudadanos que escapan de la guerra y que huyen a Europa como tabla de salvación para lo que Occidente ha transformado en una existencia miserable. Y de la otra, por la continuidad de atentados contra ciudadanos inocentes e inermes en un avión comercial civil ruso en Egipto, en un barrio de Beirut, en centros de recreación en París y en un hotel de Bamako, capital de Mali, ese mismo Occidente sólo ha reaccionado cuando el terror ha golpeado la capital francesa, pareciera que las otras víctimas no tienen importancia. De tal dimensión es la deshumanización capitalista que le da valor distinto a la vida humana, dependiendo del lugar donde se haya nacido sometiendo al desprecio y al olvido a aquellos que habiendo sido también inmolados por la barbarie terrorista, no han tenido la fortuna de nacer en alguna de las ciudades de un “territorio privilegiado” al que consideran la médula del planeta.
Ante esta barbarie, ha reaccionado Rusia, para establecer una alianza con Irak, Siria e Irán a fin de enfrentar de manera real al terrorismo, sin ambigüedades; sin campañas que se hacen en los medios, pero de las que no hay constancia en el terreno de los combates; sin decir que se ataca al comercio petrolero ilegal de los terroristas mientras se les da protección aérea a los mismos; sin fomentar un supuesto “terrorismo bueno” que eufemísticamente llaman “oposición armada”, como si ello fuera posible de manera legal en algún lugar del planeta, en carencia de apoyo y financiamiento de una o varias potencias globales; sin entregar armas a ese sector calificado de oposición, que a su vez las cede a los que ellos mismos califican de terroristas.
Todo eso, lo que ha hecho es poner en evidencia que lejos de combatir el terrorismo, Estados Unidos y sus satélites de la OTAN lo que hacen es sostenerlo y luchar junto a él, como lo demuestra claramente el derribo de un avión ruso en Siria, de manera artera, alevosa y traidora de parte de la aviación de Turquía, un país que debería estar en el podio mundial entre aquellos gobiernos que fomentan y desarrollan el terrorismo.
No existe un terrorismo bueno como pretenden hacernos creer los medios transnacionales de comunicación, sus principales aliados y propagandistas. El terrorismo es uno solo y su origen está en las entrañas de la sociedad de clases que margina, excluye y humilla y que pretende universalizar valores, por vía de la fuerza, llevando a la impotencia y desesperación de miles de jóvenes que se incuban en sus propias sociedades, desde las que emanan la fuente de la rabia que utilizan mentes criminales para encauzar un enfrentamiento contra toda la humanidad. No hay que olvidar que, como dijo el Papa Francisco, “el terrorismo nace de la pobreza”.