A lo largo de la historia de las relaciones internacionales, el interés nacional ha sido el principal mecanismo sobre el cual se construyen los fundamentos de la política exterior. Aquellos que han logrado darle razón de Estado a esos componentes –elevándose por encima de los vaivenes que suponen los cambios de la contingencia política generada por intereses de partidos o grupos- han podido perseverar en el logro de sus objetivos estratégicos.
Sin embargo, durante un pequeño período de la historia esto no ocurrió así. Fue durante la etapa que inició la revolución de octubre en 1917 en Rusia y que duró hasta la penúltima década del siglo pasado cuando el elemento ideológico se convirtió en el eje sobre el cual giraban las relaciones internacionales en el planeta.
En el pasado, se debe recordar que cuando los independentistas hispanoamericanos recurrieron a Gran Bretaña en pos de ayuda para sacudirse del dogal colonialista español, Londres se negó en un primer momento a concederles cualquier tipo de apoyo. Inglaterra y España eran aliados en la lucha contra Napoleón cuya derrota era un objetivo de superior importancia para el imperio británico, incluso arriesgándose a quedar fuera de la repartición de los nuevos mercados que se abrirían en América tras la independencia. Pero, derrotado el Gran Corso, Londres se vio liberado de su compromiso con España y accedió a dar algún apoyo a los irredentos luchadores por la libertad de la América española a pesar de la queja ibérica por tal decisión.
La política británica fue resumida en la “magistral” frase de Lord Palmerstone primer ministro y ministro de relaciones exteriores de su majestad quien afirmó que: “No tenemos aliados eternos, y no tenemos enemigos perpetuos. Nuestros intereses son eternos y perpetuos, y nuestra obligación es vigilarlos”, lo cual en pocas palabras significa que los amigos y los enemigos son transitorios y dependen de las circunstancias. Dicha frase ha tenido permanente vigencia en la política exterior, incluso recientemente Gran Bretaña la utilizó para explicar el Brexit.
En tal medida, hay categorías que no pueden ni deben ser entendidas con la lógica del pasado. Por ejemplo, hoy Vietnam busca aliarse con Estados Unidos en contra de China para defender su posición en el diferendo que ambos países socialistas asiáticos tienen en el mar de la china Meridional. Incluso, han discutido la posibilidad de que Hanói le alquile a Washington las bases militares que tuvo hasta 1975 en el sur del país. Algo incomprensible para un observador rígido que utiliza los cánones de la guerra fría para analizar la situación actual.
Otro ejemplo, el Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK), organización de origen marxista leninista que lucha por el socialismo -antes debe crear un Estado que no posee, mientras su pueblo se encuentra diseminado entre Siria, Turquía, Irán e Irak- se ha aliado con Estados Unidos para enfrentar a Turquía, su principal enemigo, lo cual resulta difícil de entender cuando se observa cómo Washington utiliza a los kurdos para lograr sus detestables objetivos en el Asia Occidental.
De la misma manera puede explicarse el fiasco del famoso conflicto “árabe-israelí” que si existió, fue en los primeros años de la ocupación sionista de Palestina, muriendo oficialmente cuando Estados Unidos reunió en Camp David a los supuestos enemigos para ponerlos a trabajar unidos bajo subordinación a Washington. Tal alianza orientada en primera instancia contra el pueblo palestino cobró especial vigencia después de la revolución islámica en 1979, cuando todas las armas israelíes o árabes se reorientaron en dirección a Teherán. El “interés nacional” israelí los ha llevado a aliarse con las monarquías árabes bajo tutela imperial, llegando hasta a dar apoyo logístico, financiero y militar a los “odiados árabes” de la organización terrorista Estado Islámico.
En el proceso de las luchas independentistas de los pueblos africanos libradas en la segunda mitad del siglo pasado, a menudo chinos y soviéticos se encontraban enfrentados apoyando fuerzas antagónicas. En la platea, Estados Unidos se solazaba viendo como se profundizaban diferencias que coadyuvaban a debilitar a su enemigo principal. Inclusive, en los años 80 del siglo pasado, China atacó a Vietnam con el argumento de que era un “satélite soviético” al que se le debía dar una lección. Esto, después que Vietnam -a su vez- invadió Camboya para desalojar del poder al tenebroso Jemer Rojo que había cometido uno de los peores genocidios del siglo XX contra su pueblo. El Jemer Rojo era aliado de China. Era la segunda vez que el Ejército Popular de Liberación de China salía de su territorio para librar una batalla en el extranjero. La primera, paradójicamente en 1950 para enfrentar a Estados unidos en Corea impidiendo de esa manera que la guerra se extendiera al territorio chino como era la idea del general estadounidense Douglas MacArthur, jefe de las tropas norteamericanas invasoras en Corea.
El fin de la Unión Soviética y el exitoso desarrollo económico, social, científico, y tecnológico de china que la comenzó a proyectar a comienzos del siglo XXI como una gran potencia planetaria, hizo ver a Estados Unidos que la luna de miel iniciada por Henri Kissinger y Richard Nixon en 1972 debía concluir. Total, ya la Unión Soviética no existía y China “se estaba aprovechando de sus relaciones para transformarse en un rival peligroso que amenazaba su hegemonía”.
Así mismo esta doctrina se proponía prevenir el resurgimiento de un nuevo enemigo estratégico de Estados Unidos que apuntara hacia la obtención de poder global o que le significara una competencia desmedida. En alianza con Donald Rumsfeld, el secretario de Defensa, Rice ideó el fin de los días en que Estados Unidos y China cooperaron en la lucha contra el terrorismo tras los atentados del 11 de septiembre de 2001. En ese contexto planeó imponer la “Teoría del Caos Constructivo” para sembrar su hegemonía.
Fue el inicio de la confrontación que tuvo seguimiento con Obama y su doctrina de “Reaseguramiento Estratégico” que con Trump adquirió características de una “guerra comercial” bajo la que se esconde una verdadera batalla política e ideológica entre sistemas que a todas luces tendrá continuidad con Biden porque no habrá presidente de Estados Unidos que la pueda cambiar. A su interés nacional se seguirá subordinando cualquier decisión de política exterior, sin importar de qué partido sea el presidente, tampoco si se aplica o no en los términos de la democracia y el Estado de derecho.
La humanidad deberá irse acostumbrando a ello, porque vivimos un tiempo de declive de la hegemonía de una potencia y el ascenso de otra que, paradójicamente no aspira a ella. En cualquier caso, hay que tener siempre presente que no existen amigos ni enemigos, sólo intereses.
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