Lula ha sido, sin duda alguna, un gran luchador social que enfrentó a la dictadura que asoló a su país por más de 20 años, pero no es un revolucionario ni ha confrontado el sistema de dominación de su país; al contrario, es parte de él. Su objetivo es producir reformas que mejoren las condiciones de vida de los brasileños sin tocar los intereses de las grandes empresas extranjeros que permanecen en el país. Como se decía a finales del siglo pasado es un social demócrata tradicional al estilo Willy Brandt o Françoise Mitterand, a quienes adora y admira.
En esa medida, no ha abandonado la idea de fortalecer el subimperialismo brasileño que heredó de sus antecesores intentando construir una integración subordinada. Por eso su esfuerzo de aliar Mercosur e incluso América Latina a Europa. Su operador político en estas lides fue, y es, Celso Amorim, un diplomático de carrera, típico producto de Itamaraty, devenido militante del PT por las circunstancias y los intereses mutuos. Es Amorim quien ha “bombardeado” a Lula -tras recibir instrucciones del Eliseo- acerca de las “carencias democráticas” de Venezuela basadas en la imposibilidad legal y constitucional de la señora Machado de ser candidata en las elecciones.
Hay que decir que es natural que Lula y Amorim actúen así, responde al ADN de la élite brasileña que nunca ha luchado contra nadie. Todo lo han obtenido negociando y cediendo en el marco de una institucionalidad sistémica frente a la cual jamás se han rebelado. Por supuesto que en la historia de Brasil ha habido grandes líderes revolucionarios como Tiradentes, Carlos Marighella y Luis Carlos Prestes entre otros. Lula no es uno de ellos.