Prudente silencio hice ante el anuncio de la visita a Venezuela de Michelle Bachelet en su condición de Alta Comisionada de Naciones Unidas para Derechos Humanos. A pesar que tuve el natural impulso de escribir sobre el tema dado los antecedentes políticos de la funcionaria internacional, me abstuve por respeto a muchos amigos en el país y el exterior que forjaron expectativas a partir de la supuesta honorabilidad y respetabilidad de la susodicha, lo cual auguraba neutralidad e imparcialidad en el informe que habría de elaborar.
Es menester decir que como hijo de un hombre que fue preso y torturado en democracia en Venezuela y en dictadura en Chile, que además tengo decenas de amigos y amigas que pasaron por la prisión, la tortura y la desaparición forzada en varios países de la región, repudio y rechazo la práctica de violación de los derechos humanos venga de donde venga, y la Alta Comisionada que es la autoridad superior en esta materia en el mundo debería también observar esta compostura en el cumplimiento de sus responsabilidades.
De esta manera, no me voy a referir al informe que hizo, el cual ni siquiera voy a leer, pero, como le dije a todos los que quisieron escucharlo, ese informe estaba hecho antes que Bachelet llegara a Caracas, agregando el hecho que –dada la trayectoria de la mencionada funcionaria- muy probablemente el mismo había sido elaborado en Washington. Hoy, eso ha quedado demostrado cuando el gobierno de Venezuela ha dicho que el 82% de los datos del informe provienen de fuera del país. Tengo serias dudas que ese trabajo haya podido hacerse después del viaje de la Comisionada a Caracas. No, ya estaba elaborado.