En 1982 me encontraba en Nicaragua. Se vivían los primeros años de la revolución sandinista y yo trabajaba en el Ejército. Un día de abril, alguien cuyo nombre lamentablemente no he podido recordar me preguntó si estaba dispuesto a ir a las Malvinas a combatir junto al pueblo argentino en la lucha por recuperar las islas del dominio colonial británico.
Tenía poco más de 25 años y nunca antes me había visto obligado a enfrentar un dilema ético de tamañas dimensiones. Se trataba de hacer un aporte a la justa aspiración argentina de rescate de la soberanía de un territorio que por historia y por justicia le pertenece, pero también significaba ponerse a las órdenes de una dictadura sátrapa, violadora de los derechos humanos por lo que era repudiada por la amplia mayoría de la humanidad decente del planeta.
Aunque la incorporación al combate del contingente que había dado el visto bueno para su participación en la contienda no se concretó, fue imposible evitar la controversia interna que emergió de la necesidad de resolver la polémica que en términos morales nos acosó durante varias semanas.