La guerra
como fenómeno político tiene múltiples definiciones. Tal vez la más conocida es
aquella de Clausewitz que dice que “la guerra es la continuación de la política
por otros medios”. Lenin agregó que esos medios son siempre violentos. Tal
aseveración asegura que la política no se agota con la guerra, sino que la
prolonga. Estudiar la guerra en sus multitudinarias expresiones obliga a
ampliar su ámbito desde el estrictamente
bélico. Me permito decir que desde el punto de vista del comportamiento humano,
la guerra desata lo peor y lo mejor del individuo. Por un lado brotan los más
bajos instintos por la necesidad de supervivencia, lo que en ocasiones lleva a
que “todo valga”. Sólo un alto grado de conciencia política y patriotismo de
aquellos que están involucrados en la misma por ideales difíciles de entender
para el común de los mortales, logra limitar los instintos para actuar en
términos humanitarios. Ya el Libertador
Simón Bolívar en el Tratado de Regularización de la Guerra firmado junto al
mando español en noviembre de 1820, había establecido que la primera y más
inviolable regla entre ambos gobiernos sería que la guerra debía hacerse como
“la hacen los pueblos civilizados”.
Por otra
parte, las dificultades, las ausencias, las carencias y la monótona convivencia
con la muerte hacen de la guerra el más alto estandarte de solidaridad,
fraternidad y afecto entre camaradas que en unos casos dan la vida por un
ideal, y en otros por mezquinos intereses, sea al servicio del pueblo o de sus
opresores, los combatientes son siempre hijos de las familias más humildes de
la población. En ese marco, las guerras civiles son conflictos fratricidas, a
pesar de lo cual, las heridas causadas son posibles de sanar sobre la base de
una gran voluntad, altura de miras y de una visión de futuro que no son
habitualmente comunes al género humano. Por ello, la vida y la obra de Nelson
Mandela son paradigmáticas en ese ámbito cuando volvió del despojo de 27 años
de su vida para fundar una nueva nación sin odios ni revanchas.
La guerra en
Colombia dura casi 50 años, es el conflicto armado más antiguo del planeta. Una
conflagración de ese tipo y de tan larga duración comienza a construir
relaciones sociales, comportamientos sicológicos y establece motivaciones
sociológicas que son muy difíciles de revertir. Si bien es cierto que el
contexto internacional se ha transformado radicalmente desde el momento en que éste
se inició, las condiciones de marginación, exclusión y pobreza de amplios
sectores en el país no han variado mucho como lo atestigua el paro nacional
agrario que hoy se desarrolla en casi toda su geografía. Sin embargo, también
es dable decir que los objetivos que los insurgentes se trazaron no han podido
ser conseguidos aunque la oligarquía y sus fuerzas armadas tampoco han logrado
derrotarlos. En ese ámbito pareciera que lo más recomendable es que, -parafraseando
a Clausewitz- se le diera nuevamente una oportunidad a la política fuera de los
espacios bélicos. En ese sentido, hace
muchos años, el abogado penalista colombiano Hernando Barreto Ardila apunto que “la única solución es la paz”, concibiéndose
ésta como un planteamiento de “ética dialógica o dialogante” que entiende a la
paz como “el presupuesto para la realización de los demás derechos
fundamentales”. Así mismo, el sociólogo de la Universidad Nacional de Colombia Ricardo
Vargas Meza apuntó que “mientras la guerra no sea reconocida como la expresión
de la crisis estructural de la sociedad colombiana y la casi inexistencia de la
legitimidad del Estado colombiano, será imposible tomar en serio cualquier paso
hacia la reestructuración institucional en el ámbito regional y nacional que
pueda de alguna forma servir de marco para la resolución del conflicto armado”
El diplomático español Manuel Montobbio ha dicho que una situación como
esta, exige el planteamiento de “nuevas
dinámicas, retos y tendencias que constituyen el contexto en el que debe
plantearse la evolución y construcción del orden internacional en América
Latina”. Para ello propone “consolidar progresivamente un concepto de paz
positiva ligada a la viabilidad política y socioeconómica, frente al concepto
de paz negativa identificado con la mera ausencia de enfrentamiento armado”.
Eso nos lleva a entender que si la guerra posee múltiples conceptos, la paz
también los tiene.
Eso es lo que parece deducirse del desarrollo del
proceso de negociación por la paz en Colombia que se desarrolla en la Habana
entre el gobierno del país y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia
(FARC). Resulta inconcebible que un asunto de tanta importancia que ha generado
todos los consensos nacionales e internacionales tenga tantos contratiempos.
Eso solo se entiende por la existencia de fuerzas opuestas a la negociación,
las que precisamente, tienen un concepto ultra reaccionario de la guerra y la
paz. Suponer que el conflicto armado va a tener un vencedor en el terreno
bélico es prolongar el sufrimiento de un pueblo que ya está cansado de seguir
sosteniendo lo que en el fondo se ha transformado en un gran negocio de las
élites y de las cúpulas de las fuerzas armadas.
Como dije el apoyo al proceso es casi unánime. Los
alcaldes reunidos en Barranquilla han dicho que “Apoyamos de manera decisiva el
proceso de paz que adelanta el Gobierno nacional con las Farc” y agregaron “Estamos
seguros de que los tiempos de guerra deben quedar atrás. Colombia debe avanzar.
No podemos seguir viendo, generación tras generación, cómo se destruye nuestro
país. Hay que darle esta oportunidad a la paz”, aseguraron en un
pronunciamiento que leyó el alcalde de Manizales, Jorge Eduardo Rojas Giraldo.
Por su parte, la iglesia católica a través de un
documento dado a conocer por el
Arzobispo de Bogotá y Presidente de la Conferencia Episcopal, Monseñor. Rubén
Salazar, expresó que "A pesar de las dificultades que puedan presentarse
en la mesa de negociaciones o fuera de ella, tenemos que apoyar las complejas
gestiones de este proceso. No podemos permanecer atrincherados en la lógica de
la guerra por temor al fracaso. Podemos y debemos derrotar, unidos, la
desesperanza y el escepticismo".
Así mismo, en la Cumbre de Gobernadores denominada “Preparémonos para la
paz” que se realizó en Medellín, los 30 gobernadores del país, le manifestaron
al presidente Juan Manuel Santos su
apoyo a los diálogos de paz y su disponibilidad para cooperar en el
posconflicto. Luis Alberto Monsalve, gobernador del Cesar y presidente de la
Federación de Departamentos, expresó que están listos para cooperar, ante un
eventual acuerdo de paz en Cuba: “El fin del conflicto no es sólo silenciar las
armas, es igualmente importante afrontar el posconflicto para lo cual los
gobernadores estamos listos como soldados para cooperar”.
Los miembros de la Asociación Nacional de
Empresarios de Colombia expresaron, a través de una resolución, su apoyo al
proceso de paz, afirmaron que “unánimemente respaldamos las conversaciones para
la terminación del conflicto”.
Sobre el mismo tema, se han manifestado gobiernos
latinoamericanos y de otras regiones del mundo expresando su total apoyo al
proceso que se adelanta en Colombia. Desde líderes de derecha como Bill
Clinton, Tony Blair, Felipe González y
Ricardo Lagos hasta de izquierda como Lula da Silva, presidentes en ejercicio
como Cristina Fernández y José Mujica. Así mismo organismos multilaterales como
Unasur, Mercosur, Alba, OEA y la ONU han dado su vertical respaldo a Colombia.
El Presidente Hugo Chávez fue un entusiasta auspiciador de las negociaciones.
La presencia de Venezuela junto a Chile como acompañantes y de Cuba y Noruega como
garantes da cuenta de un abanico amplio de apoyo internacional al proceso.
Por su parte, en un sondeo hecho por la empresa Gallup
el 28 de junio pasado, se manifestó una insistencia a favor de la continuidad
de los diálogos con la guerrilla hasta lograr un acuerdo de paz. El 66 % de los
colombianos mantiene un apoyo constante y creciente al proceso adelantado en La
Habana. Jairo Delgado, especialista en Ciencia Política y director de Análisis
del Instituto de Ciencia Política Hernán Echavarría Olózaga, consideró que "Tanto
en la guerrilla como en los colombianos hay un agotamiento por la confrontación
armada y la violencia que genera. Por eso la gente quiere la paz". La misma
encuesta arrojó que solo el 32% de los
colombianos opinó que no debe haber un diálogo y por el contrario, se debe "tratar de derrotarlos
militarmente".
Sin
embargo, es evidente que las presiones al gobierno de parte de los sectores
guerreristas encarnados en el ex presidente Uribe son muy fuertes. Ese factor,
aunado a las intenciones reeleccionistas del Presidente Santos conspiran para
un normal desenvolvimiento de las conversaciones. El afán permanente de poner
plazo al fin de las mismas, da cuenta de una visión cortoplacista de cara a la
solución de un conflicto ancestral. Como habitualmente apunta el Doctor en
ciencias Políticas de la Universidad de los Andes en Mérida, Vladimir Aguilar,
los tiempos políticos no siempre coinciden con los tiempos electorales. En este
caso, es más que patente tal aseveración. Suponer que una conflagración de 50
años debe terminar antes de las próximas elecciones y que la reelección del
presidente Santos es más importante que finalizar con el desangre de un país es
no tener altura de miras ni comportarse como un estadista. La guerra debe
terminar, a la paz no se le debe poner plazos.