Al finalizar la segunda guerra mundial, Estados
Unidos, único país de occidente que no sufrió los embates del conflicto,
lanzó en 1947 el plan Marshall a fin de
evitar la influencia de la Unión Soviética en Europa. Esta decisión se
inscribía en el marco de la Doctrina Truman, que planteaba una confrontación
multidimensional con las ideas socialistas, incluyendo para ello la subversión,
el financiamiento de gobiernos reaccionarios y sus prácticas de represión,
tortura y muerte. El año anterior, Truman ya había hablado de “guerra fría”.
Estas acciones dieron al traste con las grandes alianzas antifascistas que se
habían creado durante el conflicto bélico a fin de erigir un frente único para
enfrentar al nazismo y su impacto en otras latitudes del planeta.
La implementación de la Doctrina Truman trajo
evidentes repercusiones en América Latina. Después de haber vivido un período
de movimientos nacionalistas que apuntaban
positivamente hacia una elevación de los niveles de organización
política y social de distintas capas de la población, el fin de la conflagración
y el comienzo de la guerra fría condujeron a un retroceso en la construcción de
espacios democráticos de participación.
Fue la época nefasta en que surgió el TIAR y la OEA y en que la derecha
perdió el carácter nacionalista que tuvo durante la guerra para subordinarse
servilmente ante Estados Unidos. En ese marco surgieron dictaduras en Perú,
Venezuela, Haití, Cuba y Guatemala. La llegada al poder de Eisenhower en 1953
fortaleció a los sectores reaccionarios de América Latina, que así vivieron su
primera oleada retrógrada de la posguerra. En ese período fueron derrocados los
gobiernos de Vargas en Brasil y Perón en Argentina.
El triunfo de la Revolución Cubana casi al finalizar
la década de los 50 vino a cambiar esa perspectiva. Vale decir que el año
anterior la dictadura había sido derrumbada en Venezuela. En ambos casos se
construyeron amplias alianzas de fuerzas entre sectores populares y de la
burguesía que hicieron saltar del poder a las dictaduras pro estadounidenses.
El curso posterior de ambos procesos tuvieron que ver con las fuerzas que
hegemonizaron los mismos. La historia señala con claridad lo que ha significado la revolución cubana,
así como las implicaciones de 40 años de democracia tutelada y excluyente para
los venezolanos. En el contexto de comienzos de los años 60 del siglo pasado,
la respuesta desde Estados Unidos fue la Alianza para el Progreso y la expulsión
de Cuba de la OEA. La derecha en el
poder se plegó lealmente a los dictados de Washington.
Los años 70 parecieron traer un cambio en la actitud
política de las burguesías nacionales de América Latina. Una serie de
movimientos de las fuerzas armadas con apoyo popular llevaron al poder a
militares progresistas en Perú, Panamá y Bolivia. El triunfo de Allende en
Chile y el regreso del peronismo al poder en Argentina auguraban buenas nuevas
para la región.
La respuesta no se hizo esperar. Antes que finalizara
la década se habían establecido -con el apoyo material y militar de Estados
Unidos- las peores dictaduras de la historia del continente. La aplicación de
la Doctrina de Seguridad Nacional como método de represión y control popular y
la implementación de modelos de economía neoliberal, privatizadores y
excluyentes encontraron en las derechas criollas su principal sostén cuando
éstas descubrieron que mezclar represión al movimiento obrero y a las
organizaciones de izquierda, con métodos
de flexibilización laboral y apertura de mercados les haría incrementar
ganancias hasta niveles nunca antes alcanzados. Presagiaron buenos dividendos,
toda vez que, si llegara a revertirse el curso que había tomado la historia no habría riesgos: las fuerzas Armadas harían
el “trabajo sucio” y tendrían que pagar por ello. Los “civiles” no se
mancharían las manos con sangre.
La Revolución Sandinista en Nicaragua y el efímero
movimiento de la Nueva Joya en Grenada en 1979, anunciaban ser “la diferencia
que marca la regla”, pero ambas fueron abortadas con apoyo militar directo de
Estados Unidos, incluyendo la invasión en el caso de la isla del Caribe. La
plenitud de la derecha se logró cuando desapareció la Unión Soviética y el
campo socialista. La “historia había finalizado” y el capitalismo había
triunfado “por los siglos de los siglos”. Las derechas latinoamericanas se
frotaban las manos. Un mundo unipolar les garantizaría colosales ganancias.
Desataron lo “mejor” de su alma entreguista y
rastrera. Se prestaron a lo más bajo que su espíritu individualista les ofrecía
y una vez superada la década pérdida desataron el festín neoliberal.
En eso estaban cuando apareció Hugo Chávez y comenzó a
cambiar la tendencia. Fue el inicio de
un proceso de transformaciones que posteriormente ocupó a Brasil, Argentina,
Uruguay, Bolivia y Ecuador entre otros. La Alianza de Libre Comercio para las
Américas (ALCA) saltó hecha añicos en Mar del Plata y Estados Unidos se vio
obligado a comenzar a buscar alternativas. También la oligarquía de la región.
No toda la derecha se amoldó al nuevo contexto, lo
cual les llevó a generar fracciones que enarbolaban visiones contradictorias de
la política. Aunque ambas son reaccionarias y aliadas del imperio tienen
enfoques distintos para enfrentar la coyuntura que, en esto de la táctica y la
estrategia se deben considerar a fin de establecer las políticas más correctas.
Así, por una parte, existe una oligarquía primitiva,
fundamentalista, vinculada a los sectores más reaccionarios de la iglesia
católica como el Opus Dei, los Legionarios de Cristo y el Yunque, que se fundan
en la idea de que la civilización occidental judeo cristiana está amenazada por
una oleada “comunista” y, por tanto se sienten obligados a arrogarse como “salvadores” de dicha
civilización. Asumen una posición altamente ideologizada, extremista que en
algunas ocasiones raya en el fascismo. En esta lógica se inscriben –por
ejemplo- Fox en México, Uribe en Colombia, Vargas Llosa y Fujimori en Perú, el
partido pinochetista UDI y la democracia cristiana en Chile.
De otro lado, ha surgido otro sector pragmático,
“moderno”, empresarial que privilegia la gerencia a la ideología, que no teme
establecer relaciones económicas con quienes adversa porque finalmente su
objetivo último es asaltar el Estado para maximizar ganancias. Son expresión de
esta tendencia Martinelli en Panamá, Calderón en México, Santos en Colombia y
Piñera en Chile.
Recuerdo los grandes debates que se dieron cuando
defendí esta idea en momentos previos a las últimas elecciones colombianas.
Argüía que Santos no era lo mismo que
Uribe a pesar de venir de ser su
ministro de defensa y de ser responsable de acciones violentas e ilegales en
esa condición. Sustentaba mi posición en que Santos no era el candidato de
Uribe y que la oligarquía colombiana no podía seguir soportando las grandes
pérdidas que le producía el distanciamiento en las relaciones de su país con
Venezuela y Ecuador. Lo eligieron y le dieron la orden de solventar ese
problema como ahora lo instaron a buscar la paz con las FARC para aprovechar la
inmensa potencialidad productiva de su país para producir ganancias, sin
“factores externos” que impidan tal posibilidad.
Hay que recordar que Calderón no era el candidato de
Fox, como Santos no lo era el de Uribe (esa designación recayó en Andrés Felipe
Arias, hoy preso por corrupción), tampoco Piñera el de la UDI. En todos los
casos las oligarquías se tuvieron que acomodar a la decisión de una modernidad empresarial
que acude a la política por imperiosa
necesidad económica en un mundo que ha cambiado y que hoy hace patente la
emergencia de nuevas potencias como China, Rusia, Brasil o India.
En Venezuela, pareciera que esta contradicción se
instaló en días recientes. El pasado 13 de mayo el presidente Maduro se reunió
con el principal líder de la derecha empresarial del país, Lorenzo Mendoza. Son
conocidas sus ambiciones políticas. El encuentro produjo un reconocimiento
mutuo. Cuando Mendoza aceptó reunirse con el presidente de Venezuela, estaba admitiendo
esa condición. Esta reunión fue el acta de defunción de Capriles como
alternativa de futuro de la derecha venezolana. En lo inmediato, el cónclave hizo que su absurda reclamación
pos electoral, -que incluso lo llevaron a la incitación de la violencia- perdiera
sustento y validez.
Por otra parte, Maduro le ha dado un reconocimiento
implícito a Mendoza como contraparte con la que se pudiera negociar. Una vez más
la oligarquía ha optado por el pragmatismo empresarial frente al
fundamentalismo fascista que enarbola Capriles. Al día siguiente de la reunión,
Mendoza comenzó a construir su opción electoral.
Esta situación ha generado un escenario novedoso e
interesante donde imperará la capacidad táctica de hacer política. Mendoza
tendrá que derrotar la opción violenta que enarbola Capriles y construir una
alternativa en los marcos constitucionales de la república, si quiere ser el
líder que la derecha ansía. El gobierno
por su parte, en lo inmediato podrá ensanchar su trabajo con los sectores
productivos (al día siguiente de la reunión aparecieron milagrosamente algunos
productos de primera necesidad ausentes durante semanas de los supermercados),
incorporarlos al desarrollo nacional y demostrar con hechos que está dispuesto
a un diálogo que ponga en primer lugar los intereses de la mayoría y una
irrestricta defensa de la soberanía. Eso creará condiciones de mediano plazo
para ampliar su base de apoyo cuando la ciudadanía, en particular aquellos que
dudan, se hagan eco de las intenciones del gobierno de construir en paz un país
distinto.
Así mismo, el gobierno debe
saber administrar este nuevo escenario en que la confrontación será de otro
tipo, sin olvidar que las huestes fascistas siguen vivas y conspirando y que
Estados Unidos siempre “juega una simultánea en varios tableros”.