En
agosto de 1945, Japón estaba militarmente derrotado, la guerra en Europa había
terminado 3 meses antes con la derrota de los aliados del Imperio del Sol
Naciente, los fascistas italianos y los
nazis alemanes habían sido desplazados del poder ante el empuje de las fuerzas
del Ejército Rojo soviético y las tropas de Occidente que habían irrumpido en
el continente europeo por Normandía en
Francia y por el sur de la bota italiana. La resistencia heroica de
los pueblos europeos recibió desde el
este, el oeste y el sur el apoyo
necesario para su liberación.
Años
antes, en 1941, Japón había subestimado
la reacción de Estados Unidos ante un ataque a su territorio. El 7 de diciembre
había lanzado una gigantesca ofensiva
aérea contra la flota estadounidense del Pacífico basificada en Pearl Harbor, en la isla Oahu de Hawái.
Aunque algunos historiadores han afirmado que el objetivo de la acción era
liberar al imperio nipón del bloqueo económico a que era sometido y crear
condiciones para una negociación en mejores condiciones, es difícil suponer eso
en el año 1941. Parece más acertado suponer que con la destrucción de la flota
estadounidense pretendía reasumir el
control y la consiguiente hegemonía sobre
el Océano Pacífico y ocupar los
territorios coloniales de Estados Unidos y Europa en ese vasto territorio,
estratégico para un país insular como Japón.
Desde
la otra cara de la moneda, lo que Estados Unidos ha querido presentar como una
sorpresa, no lo fue tanto. Desde 1932, había estado preparado para un ataque
sorpresa contra Pearl Harbor y había
entrenado a sus tropas para esa eventualidad
que consideraba como la “mejor
manera” de atacar la isla.
En
1939 la Oficina de Inteligencia Naval (ONI) había redactado un informe secreto
que contenía ocho medidas para inducir a Japón a atacar a Estados Unidos. El
presidente Roosevelt puso en marcha las ocho medidas propuestas por la ONI en
su informe. La primera de ellas consistía en situar a la flota en Hawái como
cebo dentro del radio de alcance de los portaviones nipones. La implementación
de estas medidas produjo resistencias y opiniones contrarias de diversos
funcionarios, incluso entre algunos miembros de las Fuerzas Armadas. Todos
ellos fueron oportunamente removidos de sus cargos y desplazados a otros sin
relación con el tema.
A partir de ese momento se comenzó a montar una de las operaciones de
inteligencia mejor implementadas de la historia. Una de los argumentos que se
ha utilizado es que las fuerzas atacantes mantuvieron un estricto silencio de radio, lo cierto es que desde
agosto de 1940 la inteligencia naval de Estados Unidos interceptaba y
descifraba los mensajes de los diplomáticos y militares nipones. Estudiosos del
tema afirman que “entre el 16 de noviembre y el 7 de diciembre de 1941 Estados
Unidos interceptó 663 mensajes por radio entre Tokio y la fuerza de ataque, o
sea, aproximadamente uno cada hora, entre ellos uno del almirante Yamamoto, Comandante en Jefe de la Flota
Combinada de la Armada Imperial Japonesa, no dejaba ninguna
duda de que Pearl Harbor sería el blanco del ataque japonés.
El
27 y 28 de noviembre de 1941, Roosevelt ordenó expresamente al almirante Kimmel
y al general Short, los más altos mandos militares de Estados Unidos en Hawái permanecer
a la defensiva pues “Estados Unidos desea que Japón cometa el primer acto
abierto”.
Inmediatamente después del ataque, Roosevelt anunció que Estados Unidos se
lanzaría a la guerra: "Nuestro pueblo, nuestro territorio y nuestros
intereses están en grave peligro... He pedido que el Congreso declare que desde
que Japón lanzó este cobarde ataque sin provocación alguna el domingo 7 de
diciembre, Estados Unidos y el Imperio japonés están en estado guerra".
El secretario de Guerra escribió en su diario: "Cuando recibimos la
noticia del ataque japonés, mi reacción inicial fue alivio porque la indecisión
había terminado y ocurrió de tal manera que podría unificar a todo nuestro
pueblo. Ese sentimiento persistió a pesar de las noticias de catástrofes. Este
país, si está unido, no tiene nada que temer. Por otro lado, la apatía y las
divisiones que fomentaban personas antipatrióticas eran muy
desalentadoras".
Era
la guerra que el gobierno de Estados Unidos quería. Como siempre necesitaban
argumentos para mostrarse ante su pueblo como víctima de una agresión
extranjera. De esa manera, se
justificaba su respuesta “en defensa de la integridad de América”. Así se
fraguó la entrada de Estados Unidos en la guerra en contra de lo que expresaba
su propia opinión pública, adversa a tal decisión. Así, también se comenzó a
diseñar la manera en que debía concretarse la peor venganza de la historia. Con
ello, el imperio estadounidense quiso sentar las bases de una hegemonía
sustentada en el horror y el terror que produce el eso indiscriminado de la
fuerza.
Fue
el propio Emperador Hirohito quien el 22 de junio de 1945 en una sesión del Consejo
Supremo de Guerra, declaró lo que otros altos dignatarios no querían o no se
atrevían a insinuar: “el Japón debía hallar un medio para terminar la guerra,
porque no hay forma de continuar con este estado de cosas. Oleadas tras oleadas
de bombarderos estadounidenses reducen a cenizas las principales ciudades del
Japón. El bloqueo se hace sentir en todos los aspectos de la vida. Acecha el
hambre y las enfermedades, no hay combustibles, la distribución de agua es
intermitente, no hay energía eléctrica, la distribución de alimentos está
llegando a niveles trágicos y los servicios de salud atienden sólo casos de
gravedad”. No era esta la situación de una potencia fortalecida y desafiante.
Por
el contrario, buscaba desesperadamente negociar. Ya lo habían comenzado a hacer
con la Unión Soviética. Mientras tanto, se incrementaban los bombardeos de
Estados Unidos contra el inerme territorio japonés, destruyendo lo poco que
quedaba de su poderío militar y naval. Se trataba de “ablandarlo” antes del
golpe decisivo, que nadie imaginaba de tal magnitud. En otro orden, Estados
Unidos recelaba de las conversaciones y acuerdos a los que pudiera llegar Japón
con la Unión Soviética, los que le podrían hacer quedar en una situación
complicada en la región del Pacífico de cara a un escenario mundial distinto en
la posguerra.
En
este contexto, los triunfadores se reunieron en Potsdam, Alemania, en una
reunión cumbre de los mandatarios de las potencias vencedoras en la guerra. El
tema de Japón estaba presente como punto sobresaliente de la agenda. Estados
Unidos, Gran Bretaña y China (aún no había triunfado la revolución de 1949) proclamaron
que la única alternativa era la "rendición
incondicional". Además de ello, se exigía privar a Japón de todas sus ganancias territoriales y
posesiones fuera de las islas metropolitanas, y que se ocuparían ciudades del
Japón hasta que se hubiese establecido "un gobierno responsable e
inclinado a la paz" de acuerdo con los deseos expresados por el pueblo en
elecciones libres. Dos días después de publicada la Proclama de Potsdam, Japón
rechazó los términos de rendición incondicional.
Aunque
existían muchos puntos a resolver, había uno sobre el que los aliados no se
habían manifestado y que para Japón era de honor: el status de su Emperador,
por el cual los japoneses estaban dispuestos a las últimas consecuencias. El
asunto no era difícil de resolver toda vez que ninguna de las potencias se
había manifestado reacia a una decisión favorable a la continuidad de la
monarquía. La única línea de comunicación de Japón con los aliados era la Unión
Soviética, que aunque tenía información de inteligencia acerca de la posesión
por Estados unidos del arma atómica, se encontraba al margen de los
preparativos bélicos de sus aliados occidentales. Por su parte, Estados Unidos
dudaba de las negociaciones soviéticas e incluso suponía que la URSS, -en
realidad- estaba ganando tiempo para una acción bélica propia que les diera el
control futuro sobre Japón. En ese contexto, el nuevo presidente estadounidense
Harry Truman ordenó el lanzamiento de
las bombas atómicas.
El resto de la historia es
conocida, el 6 de agosto la aviación estadounidense dejó caer la bomba en la
indefensa Hiroshima y el 9 del mismo mes se repitió la acción contra Nagasaki.
El Emperador japonés se vio obligado a aceptar la rendición incondicional ante
la visión apocalíptica de 220 mil muertos en ambas ciudades. Se iniciaba la era
nuclear, la era del terror nuclear. El mayor acto terrorista de la historia de
la humanidad se había consumado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario