Cuando escribo estas líneas, es 2 de diciembre. Hoy se cumplen 190 años desde el día en que en 1823, el Presidente James Monroe en el discurso sobre el estado de la Unión ante el Congreso de Estados Unidos pronunciara el discurso que fijara a posterioridad los parámetros fundamentales de la política exterior de ese país y que ha pasado a la historia como Doctrina Monroe.
En este discurso quedó proclamada la intención de Estados Unidos de considerar al hemisferio occidental como zona exclusiva para la realización de sus intereses, así mismo, estableció la veda de la región para cualquier nueva aspiración colonialista europea. Expone que “Debemos, en razón de la sinceridad y a las amistosas relaciones que existen entre los Estados Unidos y esas potencias, declarar que consideraríamos cualquier tentativa por su parte de extender su sistema a lugar alguno de este Hemisferio peligrosa para nuestra paz y seguridad”
En el citado documento, después de exponer sus buenas intenciones para con el gobierno imperial ruso y asegurar a Europa que el gobierno estadounidense pretende mantener sólidas relaciones de amistad y respeto y que no existe el mínimo designio del gobierno de Estados Unidos por inmiscuirse en sus asuntos internos incluyendo los de sus colonias, al referirse a América, señala con firmeza que “ Con los movimientos de este hemisferio estamos necesariamente conectados de modo más inmediato, y por causas que deben ser evidentes para todos los observadores ilustrados e imparciales”, por tanto, alguna afirmación de control o interferencia en los asuntos internos de los Estados americanos sería considerada como “la manifestación de una disposición inamistosa hacia los Estados Unidos”.
Una lectura superficial y descontextualizada del contenido de la declaración del presidente de Estados Unidos podría conducir a pensar que tales conminatorias frases son expresión de una voluntad altruista y solidaria de Estados Unidos para con sus pares del continente. Sin embargo, lo que traslucen sus letras, arropadas con la verdad de la historia vivida en los últimos casi 200 años, dejan ver una visión unilateral de expansión que excluía a las potencias europeas de tal ambiciosa idea, a fin de reservarse para sí, el ímpetu hegemónico que ya dominaba los anhelos de la élite gobernante estadounidense. En ninguna parte del mencionado discurso se hace alusión implícita o al menos explícita de la intención desinteresada de Estados Unidos por el dominio neocolonial de las naciones del sur, recién independizadas. El tratadista español Alberto Ulloa en su manual de Derecho Internacional Público señala que “La doctrina Monroe se apoya en el más peligroso de todos los fundamentos, pues el derecho de propia conservación ha sido la fórmula invocada a través de la historia para justificar los actos más arbitrarios”.
Tal como quedó demostrado durante la agresión británica contra Argentina en las islas Malvinas en 1982, la Doctrina Monroe, ha tenido siempre las limitaciones que impone el interés nacional de Estados Unidos y, por cierto, a partir de su entronización como primera potencia mundial ya en su etapa imperialista iniciada a finales del siglo XIX, sus intereses globales le hacían poner el énfasis en el provecho de mantener su supremacía planetaria. En esa medida los beneficios que pudieran haber significado esta doctrina para América Latina y el Caribe siempre han quedado pospuestos. Ya lo había advertido Henry Clay, Secretario de Estado durante el gobierno de John Quincy Adams (que sucedió al de Monroe en 1825) al afirmar que “Cuando se presentara en el Nuevo Mundo un caso de intervención extranjera, no tendrían los otros países del Nuevo Mundo derecho a requerir la aplicación de la Doctrina, ya que la puesta en acción de la misma dependería exclusivamente de la iniciativa y decisión norteamericana”.
La doctrina Monroe fue el punto de partida para la implementación de la política intervencionista de Estados Unidos en América Latina y el Caribe. Después vinieron el Corolario Roosevelt; la concreción de la idea panamericana a través de la realización de las Conferencias Interamericanas, la primera de las cuáles tuvo lugar en Washington en 1889; la estrategia del “gran garrote” y la diplomacia del dólar a comienzos del siglo XX; la política del Buen Vecino ante la necesidad de buscar aliados durante la segunda guerra mundial; el surgimiento del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR) en 1947 y de la Organización de Estados Americanos (OEA) en 1948; la creación de condiciones para el derrocamiento del Presidente Arbenz en Guatemala en 1954; la expulsión de Cuba de la OEA en 1960 y la fallida invasión de mercenarios a la isla caribeña con apoyo militar y logístico de Estados Unidos en 1961; la Alianza para el Progreso en el mismo año; el apoyo a los golpes militares que instauraron gobiernos dictatoriales en Nicaragua, República Dominicana, Paraguay, Brasil, Bolivia, Uruguay, Chile y Argentina y el sostenimiento de tales regímenes con el asesoramiento a las fuerzas de seguridad para la represión, el asesinato, la tortura y las desapariciones a través del Plan Cóndor; la invasión a Granada en 1983; el apoyo a las bandas contra revolucionarias en Nicaragua durante la década de los 80, así como a las represivas juntas democratacristianas que gobernaron en El Salvador; la invasión a Panamá en 1989, la Iniciativa para las Américas (IPA) de Bush padre en la última década del siglo pasado; El Plan Colombia, el Plan Puebla-Panamá y la Iniciativa Mérida como instrumentos modernos de intervención regional; la reactivación de la IV Flota de las Fuerzas navales de Estados Unidos y la intención de construir una gran Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) se inscriben entre algunas de las acciones que han surgido a través de la historia de la Doctrina Monroe.
Con todo este historial, deberíamos sentir beneplácito del reciente anuncio del Secretario de Estado de Estados Unidos John Kerry, quien a mediados de noviembre en un discurso en la OEA dijo que “La era de la doctrina Monroe ha terminado” según cita “The Wall Street Journal”. Kerry agregó que “La relación que buscamos, y para cuyo impulso hemos trabajado duro, no se trata de una declaración de Estados Unidos acerca de cómo y cuándo van a intervenir en los asuntos de los Estados americanos. Se trata de que los países se perciban unos a otros como iguales, de compartir responsabilidades, de cooperar en cuestiones de seguridad y no adherirse a la Doctrina, sino a las decisiones que tomamos como socios para promover los valores y los intereses que compartimos”.
Parece increíble esta declaración, viniendo de un funcionario que solo 7 meses antes, el 28 de abril, durante un discurso ente el Comité de Asuntos Exteriores de la Cámara de Representantes, había tildado a América Latina como “el patio trasero de Estados Unidos”, agregando que planeaba cambiar la actitud de algunas de estas naciones. Fue muy preciso al señalar que “El hemisferio occidental es nuestro patio trasero, es de vital importancia para nosotros. Con mucha frecuencia, muchos países del hemisferio occidental sienten que Estados Unidos no pone suficiente atención en ellos y en ocasiones, probablemente, es verdad. Necesitamos acercarnos vigorosamente, planeamos hacerlo…”. En ese mismo discurso y como prueba de tal retórica aseguró que no reconocería el triunfo que había obtenido Nicolás Maduro en las elecciones presidenciales del 14 de abril en Venezuela.
Ahora, en noviembre y con solo unos días de diferencia respecto de su declaración de cese de la Doctrina Monroe, su vocera Jean Psaki, en una clara injerencia en los asuntos internos de Venezuela manifestó “su preocupación” por el otorgamiento de poderes habilitantes al presidente Maduro, a pesar que dicha resolución se tomó en el marco de la Constitución y las leyes que rigen el funcionamiento jurídico del país.
En el colmo de la hipocresía y sólo una semana después de tales declaraciones, una desvergonzada intervención de la Embajada de Estados Unidos produjo un descarado fraude electoral rechazado por al menos dos candidatos y por las organizaciones sociales y populares de Honduras.
Cabe recordar que durante el gobierno de Barack Obama que ahora propugna el fin de la Doctrina Monroe, se produjo el fallido golpe de Estado contra Rafael Correa en Ecuador y el derrocamiento de los presidentes constitucionales de Honduras y Paraguay a través de acciones típicas del influjo de tan nefasta doctrina.
La vigorosa y unánime respuesta latinoamericana ante tales intentos imperiales y oligárquicos de retrotraer el rumbo de la historia, la extraordinaria voluntad del pueblo hondureño que lucha en las calles en defensa de su maltratada democracia y la contundente oposición de los gobiernos progresistas de la región a los intentos avasalladores de los voceros de la administración estadounidense, tal vez señalen que América Latina y el Caribe dejó de ser patio trasero, para transformarse en jardín florido de la esperanza de sus pueblos.
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