Una verdadera preocupación por la situación de
seguridad manifestaron los mandatarios centroamericanos durante la reciente
reunión Cumbre del Sistema de Integración Centroamericano (SICA) realizada en
San José Costa Rica el pasado 20 de febrero, a la que asistió en su calidad de
observador el presidente mexicano Enrique Peña Nieto.
Los Jefes de Estado tienen razones para tal zozobra.
Un informe del Banco Mundial fechado en
Washington en abril de 2011 alertaba sobre la posibilidad de que la región
centroamericana fuera afectada de manera
creciente por una espiral de violencia y
criminalidad, que además de las pérdidas
humanas podría generar graves
consecuencias en el aspecto económico. El informe dice que en términos de seguridad pública, seguridad ciudadana y de salud, este
flagelo podría significarle a la región un costo de hasta un 8% de su PIB, lo
cual resulta muy alto si se compara con sus índices de crecimiento económico.
El informe afirma que “Las tasas de
criminalidad en El Salvador, Guatemala y Honduras están entre las cinco más
altas de América Latina. En los otros tres países de la región –Costa Rica, Nicaragua
y Panamá– los niveles de criminalidad y violencia son mucho más bajos, pero un
alza reciente ha generado bastante preocupación”.
Además, de los factores antes
mencionados, la criminalidad afecta a esos países, al desalentar la inversión y
obligarlos a utilizar las finanzas del Estado para fortalecer la seguridad
pública, cuando se podría estar usando en el fomento y desarrollo de la
economía. Según el especialista en desarrollo social Rodrigo Serrano-Berthet, además
del debilitamiento de las instituciones públicas, “la violencia impacta en
todos los aspectos de la vida centroamericana".
En esa medida, el 71% de los centroamericanos identifica al
crimen como la principal amenaza a su bienestar. Por ello, se hace necesario el enfoque
regional que se puso de manifiesto como
eje en el discurso de todos los asistentes a la cumbre regional de San José.
Sin embargo, existen contradicciones
entre el diagnóstico que se hace a partir de las estadísticas de la
criminalidad y el discurso encaminado a buscar soluciones y respuestas a las
interrogantes que surgen. Los especialistas opinan que la acción represiva por
sí sola no basta para luchar contra la
delincuencia, también se hace necesario esbozar actividades de prevención,
reformas al sistema judicial, leyes de control de las armas de fuego y
programas que incorporen a la juventud a labores que los alejen del
delito.
Cifras arrojadas por el informe antes mencionado muestran que en
2007 había 4,5 millones de armas de fuego en la región, la enorme mayoría
ilegal y frecuentemente utilizada en crímenes violentos. Así mismo, la cifra
superior de víctimas de homicidio son
hombres jóvenes de entre 15 y 34 años de edad. Esto hace que hoy por hoy la
violencia juvenil y las pandillas sean uno de los problemas fundamentales de América
Central, donde se calcula existen 900 pandillas o maras, con un total de 70.000
miembros.
No obstante estas cifras, las pandillas
juveniles no parecen ser las principales culpables de la alta criminalidad en
estos países, en especial en El
Salvador, Honduras y Guatemala las evidencias permiten afirmar que ellas son
culpables de una pequeña parte de la
violencia, la que según algunas fuentes no rebasa el 15% de los homicidios.
Ello induce a pensar que el otro gran
azote de la región: el narcotráfico, es el responsable real de la ola de
criminalidad, violencia y muerte que afecta
al istmo. El narcotráfico ha sido el causante de una cultura de
violencia que se ha entronizado en Centroamérica, desde que su espacio en sus
áreas marítima, aérea y terrestre ha sido utilizado por las bandas criminales
como ruta principal en su tránsito hacia Estados Unidos, el mayor mercado demandante de droga del
mundo. Según cifras de la Organización de Naciones Unidas (ONU) el territorio centroamericano es usado como
trayecto del 90% de la cocaína que se produce en Colombia y otros países
sudamericanos y que los carteles mexicanos llevan a Estados Unidos.
Pero éste no es el único mal que aqueja
a la región, las migraciones ilegales y los robos, chantajes, violaciones,
extorsiones y asesinatos que sufren decenas de miles de ciudadanos, sobre todo
en su paso por México hacia el norte, marcan un punto recurrente de violencia
que deja destrucción y muerte en toda el periplo.
La invitación a la Cumbre del SICA del
presidente mexicano conllevaba un alerta desesperado que se manifestó en las
palabras de la presidenta de Costa Rica, Laura Chinchilla, anfitriona del magno
evento al decir que “la realidad de la interdependencia entre México y los
países del SICA es hoy más orgánica y compleja que nunca. Sus dimensiones
geográficas y sectoriales constituyen una tupida red de relaciones e
interacciones. No es posible aislar los problemas y retos, o las oportunidades
y proyectos de cada uno de nosotros en temas como seguridad, migración,
infraestructura, logística, inclusión social, lucha contra la pobreza, cambio
climático, vulnerabilidades naturales y desarrollo transfronterizo”.
Sin decir nada nuevo, el presidente
mexicano expuso que se estaba hablando de problemas comunes, frente a los
cuales deben definirse mecanismos para hacer más eficiente la cooperación y
articular esfuerzos a nivel gubernamental, no sólo para compartir información,
sino también adoptar proyectos comunes, como el recientemente impulsado para la
prevención del delito.
La historia ha demostrado que estas
manifestaciones de buena voluntad no pasarán de la mera retórica mientras no se
involucre y comprometa con medidas efectivas a Estados Unidos el actor más
importante en la generación del clima de violencia y criminalidad provocado por
el narcotráfico.
Estados Unidos no lo hará porque la
“lucha contra el narcotráfico” se inscribe en su política exterior como un
instrumento de coerción, dominio y penetración en diferentes latitudes del planeta. En nuestro
continente, fue el mecanismo utilizado al finalizar la guerra fría para reestructurar su aparato militar después
de la desaparición de la Unión Soviética.
De manera simultánea, con la derrota de
los grandes carteles colombianos del narcotráfico en las últimas dos décadas
del siglo pasado, paulatinamente esa función fue pasando a los mexicanos.
Colombia se transformó sólo en productora y procesadora al servicio de las
grandes empresas delincuenciales del país azteca. En ello vio Estados Unidos su
oportunidad.
Lejos de tratar de contener el delito,
Estados Unidos presionó a México con medidas unilaterales como las
certificaciones y ha llegado incluso a
desarrollar acciones encubiertas en territorio mexicano violando la soberanía
de ese país que teóricamente es su
aliado.
Se habla de los carteles colombianos y
mexicanos, pero jamás se menciona la existencia de carteles estadounidenses, lo
cual hace válido preguntarse quién distribuye la droga en Estados Unidos o por
dónde fluyen las gigantescas cantidades de recursos financieros que produce el
comercio de narcóticos. Se ha calculado que los campesinos colombianos que producen la
hoja de la coca solo obtienen el 4% de la millonaria ganancia que genera la
venta de la misma, sin contar los multimillonarios ingresos que produce la
venta al menudeo de la droga procesada en las calles de Estados Unidos.
Pero, más allá de los beneficios económicos que van a alimentar al
sistema financiero de Estados Unidos, el objetivo político de mantener el
narcotráfico llevó a Estados Unidos a “empujar” al anterior presidente mexicano
a una guerra contra los carteles que pareciera no tener fin, debilitando al
Estado mexicano y produciendo destrucción y muerte en ese país. La relación
entre carteles mexicanos y colombianos que transitan el producto a través de
Centroamérica obliga a estos países de economías pequeñas y Estados débiles a
involucrarse en un conflicto que no le compete aunque es el verdadero causante
de sus altos índices de criminalidad y violencia.
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