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miércoles, 6 de marzo de 2013

Centroamérica: un alerta desesperado


Una verdadera preocupación por la situación de seguridad manifestaron los mandatarios centroamericanos durante la reciente reunión Cumbre del Sistema de Integración Centroamericano (SICA) realizada en San José Costa Rica el pasado 20 de febrero, a la que asistió en su calidad de observador el presidente mexicano Enrique Peña Nieto.

Los Jefes de Estado tienen razones para tal zozobra. Un informe del  Banco Mundial fechado en Washington en abril de 2011 alertaba sobre la posibilidad de que la región centroamericana fuera afectada  de manera creciente  por una espiral de violencia y criminalidad, que  además de las pérdidas humanas podría generar graves  consecuencias en el aspecto económico. El informe dice que en términos de seguridad pública, seguridad ciudadana y de salud, este flagelo podría significarle a la región un costo de hasta un 8% de su PIB, lo cual resulta muy alto si se compara con sus índices de crecimiento económico.

El informe afirma que “Las tasas de criminalidad en El Salvador, Guatemala y Honduras están entre las cinco más altas de América Latina. En los otros tres países de la región –Costa Rica, Nicaragua y Panamá– los niveles de criminalidad y violencia son mucho más bajos, pero un alza reciente ha generado bastante preocupación”.

Además, de los factores antes mencionados, la criminalidad afecta a esos países, al desalentar la inversión y obligarlos a utilizar las finanzas del Estado para fortalecer la seguridad pública, cuando se podría estar usando en el fomento y desarrollo de la economía. Según el especialista en desarrollo social Rodrigo Serrano-Berthet, además del debilitamiento de las instituciones públicas, “la violencia impacta en todos los aspectos de la vida centroamericana".

En esa medida, el  71% de los centroamericanos identifica al crimen como la principal amenaza a su bienestar.  Por ello, se hace necesario el enfoque regional que  se puso de manifiesto como eje en el discurso de todos los asistentes a la cumbre regional de San José.

Sin embargo, existen contradicciones entre el diagnóstico que se hace a partir de las estadísticas de la criminalidad y el discurso encaminado a buscar soluciones y respuestas a las interrogantes que surgen. Los especialistas opinan que la acción represiva por sí sola no basta  para luchar contra la delincuencia, también se hace necesario esbozar actividades de prevención, reformas al sistema judicial, leyes de control de las armas de fuego y programas que incorporen a la juventud a labores que los alejen del delito. 

Cifras arrojadas por  el informe antes mencionado muestran que en 2007 había 4,5 millones de armas de fuego en la región, la enorme mayoría ilegal y frecuentemente utilizada en crímenes violentos. Así mismo, la cifra superior de  víctimas de homicidio son hombres jóvenes de entre 15 y 34 años de edad. Esto hace que hoy por hoy la violencia juvenil y las pandillas sean uno de los problemas fundamentales de América Central, donde se calcula existen 900 pandillas o maras, con un total de 70.000 miembros.

No obstante estas cifras, las pandillas juveniles no parecen ser las principales culpables de la alta criminalidad en estos países,  en especial en El Salvador, Honduras y Guatemala las evidencias permiten afirmar que ellas son culpables de  una pequeña parte de la violencia, la que según algunas fuentes no rebasa el 15%  de los homicidios.

Ello induce a pensar que el otro gran azote de la región: el narcotráfico, es el responsable real de la ola de criminalidad, violencia y muerte que afecta  al istmo. El narcotráfico ha sido el causante de una cultura de violencia que se ha entronizado en Centroamérica, desde que su espacio en sus áreas marítima, aérea y terrestre ha sido utilizado por las bandas criminales como ruta principal en su tránsito hacia Estados Unidos,  el mayor mercado demandante de droga del mundo. Según cifras de la Organización de Naciones Unidas (ONU)  el territorio centroamericano es usado como trayecto del 90% de la cocaína que se produce en Colombia y otros países sudamericanos y que los carteles mexicanos llevan a Estados Unidos.

Pero éste no es el único mal que aqueja a la región, las migraciones ilegales y los robos, chantajes, violaciones, extorsiones y asesinatos que sufren decenas de miles de ciudadanos, sobre todo en su paso por México hacia el norte, marcan un punto recurrente de violencia que deja destrucción y muerte en toda el periplo.

La invitación a la Cumbre del SICA del presidente mexicano conllevaba un alerta desesperado que se manifestó en las palabras de la presidenta de Costa Rica, Laura Chinchilla, anfitriona del magno evento al decir que “la realidad de la interdependencia entre México y los países del SICA es hoy más orgánica y compleja que nunca. Sus dimensiones geográficas y sectoriales constituyen una tupida red de relaciones e interacciones. No es posible aislar los problemas y retos, o las oportunidades y proyectos de cada uno de nosotros en temas como seguridad, migración, infraestructura, logística, inclusión social, lucha contra la pobreza, cambio climático, vulnerabilidades naturales y desarrollo transfronterizo”.

Sin decir nada nuevo, el presidente mexicano expuso que se estaba hablando de problemas comunes, frente a los cuales deben definirse mecanismos para hacer más eficiente la cooperación y articular esfuerzos a nivel gubernamental, no sólo para compartir información, sino también adoptar proyectos comunes, como el recientemente impulsado para la prevención del delito.

La historia ha demostrado que estas manifestaciones de buena voluntad no pasarán de la mera retórica mientras no se involucre y comprometa con medidas efectivas a Estados Unidos el actor más importante en la generación del clima de violencia y criminalidad provocado por el narcotráfico.

Estados Unidos no lo hará porque la “lucha contra el narcotráfico” se inscribe en su política exterior como un instrumento de coerción, dominio y penetración en  diferentes latitudes del planeta. En nuestro continente, fue el mecanismo utilizado al finalizar la guerra fría para reestructurar su aparato militar  después de la desaparición de la Unión Soviética.

De manera simultánea, con la derrota de los grandes carteles colombianos del narcotráfico en las últimas dos décadas del siglo pasado, paulatinamente esa función fue pasando a los mexicanos. Colombia se transformó sólo en productora y procesadora al servicio de las grandes empresas delincuenciales del país azteca. En ello vio Estados Unidos su oportunidad.

Lejos de tratar de contener el delito, Estados Unidos presionó a México con medidas unilaterales como las certificaciones  y ha llegado incluso a desarrollar acciones encubiertas en territorio mexicano violando la soberanía de ese país  que teóricamente es su aliado.

Se habla de los carteles colombianos y mexicanos, pero jamás se menciona la existencia de carteles estadounidenses, lo cual hace válido preguntarse quién distribuye la droga en Estados Unidos o por dónde fluyen las gigantescas cantidades de recursos financieros que produce el comercio de narcóticos. Se ha calculado que  los campesinos colombianos que producen la hoja de la coca solo obtienen el 4% de la millonaria ganancia que genera la venta de la misma, sin contar los multimillonarios ingresos que produce la venta al menudeo de la droga procesada en las calles de Estados Unidos.

Pero, más allá de los beneficios económicos que van a alimentar al sistema financiero de Estados Unidos, el objetivo político de mantener el narcotráfico llevó a Estados Unidos a “empujar” al anterior presidente mexicano a una guerra contra los carteles que pareciera no tener fin, debilitando al Estado mexicano y produciendo destrucción y muerte en ese país. La relación entre carteles mexicanos y colombianos que transitan el producto a través de Centroamérica obliga a estos países de economías pequeñas y Estados débiles a involucrarse en un conflicto que no le compete aunque es el verdadero causante de sus altos índices de criminalidad y violencia. 

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