En la introducción de su libro “Auge y caída de las grandes potencias”, el historiador británico Paul Kennedy expone que su investigación refiere a la interacción entre economía y estrategia en la medida que las potencias luchan por aumentar su riqueza y poder para “llegar a ser (o por seguir siendo) ricos y fuertes”. Kennedy explica que en los últimos cinco siglos, la victoria y el éxito de cualquier poder planetario o el desplome de otro, ha sido consecuencia de largas luchas en el terreno militar, pero de la misma manera, en el desarrollo de estos fenómenos contradictorios ha ejercido gran influencia el uso más o menos eficaz de los recursos económicos y productivos del Estado en el momento de la contienda bélica de una parte, y de otra, la forma en que la economía de ese Estado había optimizado o declinado en relación con la de otras potencias que también han ejercido liderazgo en el período precedente.
En el marco de las relaciones internacionales, los especialistas no se han puesto de acuerdo en cuanto a la periodización posterior al fin de la guerra fría y el mundo bipolar. Como he dicho en otras ocasiones, después de la desaparición de la Unión Soviética, el mundo vivió durante los últimos años del siglo pasado una década de caos en que pugnaron la intención de Estados Unidos de imponer un mundo unipolar y el interés de la mayoría de la humanidad de avanzar hacia un sistema multipolar de cooperación y paz. Esta contradicción solo pudo resolverse a favor de la potencia norteamericana tras las acciones terroristas del 11 de septiembre de 2001, que permitieron a Estados Unidos forzar la unipolaridad. Todo comenzó a marchar acorde los compases de la orquesta que se dirigía desde Washington hasta que la crisis económica y financiera que estalló en 2008 paralizó esa historia que según Fukuyama había llegado a su fin.
Vistas así las cosas, el período precedente al que se refiere Kennedy podría interpretarse como el que se inició en 1991, el que comenzó en 2001, o como el que se gestó a partir de 2008, pero si nos atenemos a lo que explicaba Armando Negrete, economista de la UNAM de México, al que nos referimos en la nota de la semana pasada, en realidad debemos estudiarlo desde la década de los 60 del siglo pasado, momento en que se originó la tendencia a la baja de la economía estadounidense.
En ese contexto, el desarrollo de China y el de Estados Unidos han caminado en direcciones opuestas. Mientras que desde 1980, China ha crecido a un promedio de 9,6% anual, teniendo picos de 15,2% en 1984 y 14,2% en 1992 y 2007 y su año más bajo en 1990 con el 3,9%, hay que tener cuenta sin embargo, que su PIB en paridad del poder adquisitivo (ajustando las diferencias de precios), pasó del 3,4% en 1980 al 16,6% en 2014. Esto ha significado que en el año 2014 China superó a Estados Unidos como primera potencia mundial, en términos del PIB en paridad del poder adquisitivo, superando con su 16,6% al 15,9% de Estados Unidos. Al contrario, este país creció un 2,6% anual desde 1980 y apenas 1,6% desde la crisis de 2007. Es cierto que el año pasado, 2018, China creció “solo” el 6,4%, pero Estados Unidos lo hizo a un lejano 2,9%. Estas cifras son las que nos dan el marco en el que debemos observar este fenómeno.
Los procesos de desintegración de los poderes imperiales transcurren a través de lapsos largos de tiempo en dependencia de múltiples factores que concurren a acelerarlos o retardarlos, sin embargo, su decadencia es inexorable. Al estudiar muestras del pasado, algunas similitudes respecto del presente producen considerable asombro. Por ejemplo, en el prolongado proceso de debacle del imperio romano, uno de los más poderosos y extendidos de la historia, fue evidente el desprecio que este sentía hacia las tribus de su periferia a los que siendo caracterizados, nunca pudieron conquistar, entre ellos celtas, francos, suevos, burgundios, ostrogodos, visigodos y otros. Ya en ese momento se les describía como “bárbaros”, lo cual en la modernidad tiene un carácter peyorativo pero que en realidad significaba “forasteros”.
Por supuesto que había una patente superioridad de Roma en cuanto a la organización social respecto de las tribus del norte de Europa, pero esto no se manifestaba en el terreno propio de la guerra donde tenían fuerte influencia factores de carácter subjetivo que llevaban a conceder inusitada relevancia técnica a un armamento que a todas luces era inferior. Algo parecido ocurrió en el siglo XX en la guerra de liberación emprendida por Vietnam contra Estados Unidos.
Roma fue incapaz de solventar la oposición que hicieron las tribus del norte basadas en un desarrollo cultural y una literatura sin igual que le permitió elaborar y aprender el uso de ingeniosas armas defensivas, además de poseer una gran destreza, una extraordinaria capacidad de lucha y resistencia y probado valor en el combate. Vale decir que aquellos que vencieron el acoso de Roma no se apuraron en tratar de copiar los adelantos que le permitían sostener su hegemonía. Aunque cueste comprenderlo, la paciencia fue una virtud decisiva en la capacidad de hacer desistir a Roma de sus intentos de expansión, hasta lograr su debilitamiento y derrota. No obstante la caída del imperio romano significó una transformación estructural de la civilización, también es cierto que la irrupción de otros pueblos, oxigenaron el mundo del pasado que se abrió a nuevas ideas y nuevas culturas.
En el mundo eurocéntrico y pro estadounidense de hoy, donde se trata de hacer suponer que es imposible la vida al margen de la “cultura” de Estados Unidos que hace esfuerzos inusitados por su universalización, este aspecto también debe considerarse parte importante de la conflictividad mundial, sobre todo en el enfrentamiento a civilizaciones tan antiguas y tan poderosas culturalmente hablando como la china, la india y la persa por ejemplo, frente a la cual Estados Unidos pretende mostrar a Walt Disney, las hamburguesas, los chicles y la coca cola, como símbolos supremo de su infinita superioridad.
Finalmente y al igual que en la actualidad, el problema que condujo al fin de Roma como imperio hegemónico fue su incapacidad de controlar un territorio de 13,5 millones de km²a pesar que construyeron 75 mil km. de caminos para comunicar todos los rincones de tan extenso área, y no obstante también que las principales ciudades se erigieron alrededor del Mediterráneo y en los márgenes de los extensos ríos europeos a fin de solventar por vía marítima y fluvial el gran problema que entrañaba el transporte para el sostenimiento del Estado y para dar continuidad al esfuerzo bélico que suponía ese objetivo y su permanente necesidad de expansión.
Por eso, hoy también es explicable el interés en los estrechos y canales a través del mundo: Bab el Mandeb, Suez, Malaca, el Bósforo, los Dardanelos, Ormuz y Gibraltar, por eso la constante tensión en los mares de la China meridional y oriental, por eso la permanente vigilancia sobre Panamá, el Estrecho de Magallanes y la posesión de las Malvinas y las islas del Atlántico sur. En los mares y océanos, en la capacidad de transporte a través de ellos y por tanto en sus posibilidades de controlarlos se juega la hegemonía estratégica del planeta. Es la razón más importante por la que Estados Unidos resiente del proyecto chino de “Un cinturón, una ruta” o “Ruta de la Seda” que le da a China un lugar envidiable para su relación con Asia, Europa y África y por extensión con América Latina y el Caribe.
Los planes para impedir el desplome de Roma en tiempos del emperador Teodosio II a fines del siglo IV, que se venía intentando desde hacía 250 años, se ejecutaron a través de múltiples ideas y novedosas propuestas que pasaron por la inteligente decisión de paralizar la expansión durante el mandato del emperador Adriano a mediados del segundo siglo de nuestra era. No parece que los emperadores modernos llamados presidentes de Estados Unidos hayan llegado a esa decisión aún, lo cual indudablemente empeorará la situación de la sede imperial, aunque sigan asesinado a cientos de miles de personas a lo largo del mundo. Llegó un momento en el que Roma, que a la sazón contaba con un ejército de 300 mil hombres, no tuvo capacidad económica para seguir haciendo crecer el gasto militar necesario -ya no para expandirse- sino para proteger su territorio.
Las 800 bases militares que Estados Unidos tiene en 177 países le cuestan a los contribuyentes más de 100 mil millones de dólares anuales, eso sin contar los portaviones y los efectivos que se desplazan temporalmente fuera de su país, y que hicieron que Trump haya solicitado un presupuesto de 750 mil millones de dólares para el año 2020, podrían crear una ficticia situación de control global inquebrantable sobre la base de un endeudamiento creciente, lo cual es posible mientras Estados Unidos sea dueño de la máquina que elabora el dinero del planeta, pero esto también está comenzando a modificarse toda vez que el comercio entre Rusia y China y otros países se ha empezando a hacer con monedas distintas al dólar. Su debacle y pérdida de hegemonía es cosa de tiempo.
Mientras tanto, necesitan mantener su amenazante presencia militar en todo el planeta. En tiempos de Roma, su incapacidad de defender el territorio imperial condujo a que el ejército se viera obligado a reclutar a aquellos “salvajes” que había enfrentado quienes aportaron novedosas formas de combate. En tiempos recientes, Estados Unidos creó grupos terroristas como Al Qaeda y el Estado Islámico para enfrentar a sus adversarios de turno, al mismo tiempo que los caracterizaba como enemigos irreconciliables y organizaciones terroristas. En otras ocasiones ha recurrido a la utilización de empresas que reclutan mercenarios para cumplir sus objetivos sin el riesgo de participación de sus propios soldados. Por supuesto, estas empresas están prohibidas, pero contradictoriamente existen legalmente en Estados Unidos y otros países de Europa enganchando soldados de fortuna en variados países entre los que destacan Colombia, Chile e Israel, naciones plenamente subordinadas a Estados Unidos que poseen fuerzas armadas aliadas de este para realizar acciones al margen del derecho internacional a cambio de impunidad en la represión y oscuros negocios multimillonarios al interior de sus países. Por último, Estados Unidos a través de sus agencias ha destinado ingentes cantidades de recursos para la contratación de delincuentes y lumpen que ayuden a desestabilizar gobiernos que no se subordinan a su mandato como los de Nicaragua y Venezuela.
Las similitudes son evidentes, la descomposición es la misma y las acciones son similares aunque los procesos de declive hayan sido distintos, entre otras cosas porque han ocurrido en épocas separadas por más de un milenio de la historia de una humanidad que solo busca tener condiciones mínimas de subsistencia en este planeta que supuestamente es de todos.
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