Este marco de referencia trata de
mostrar una visión particular de la democracia y la libertad de mercado que no
siempre responde a los intereses de nuestros pueblos, ya que como fuerza
dominante desde la última década del siglo XX, la globalización ha estado
marcada por los aspectos económicos y por la expansión de los mercados,
limitando el desarrollo humano y provocando beneficios para algunos y
marginación para la mayoría. En un
ámbito ideal, desde la visión
reformista, este proceso podría
llegar a tener un rostro humano si se lograra una nueva aproximación desde los
gobiernos, si es que ella preserva las “ventajas ofrecidas por los mercados
globales y la competencia”, pero que permita al mismo tiempo que los
recursos humanos, comunitarios y
ambientales aseguren que la globalización trabaja para los pueblos y no para las ganancias. Es la visión social
demócrata que trata de conciliar los intereses del mercado con los intereses de
los pueblos. Con Juan Pablo II rechazan el neoliberalismo salvaje, pero no
hacen nada por cambiar el estado de la situación.
Por otro lado, la
política juega un papel trascendente, al igual que la cultura, lo cual se debe
tener en cuenta si le queremos dar coherencia a un mundo donde los
nacionalismos, los conflictos étnicos y la religión han adquirido relevancia en
la agenda actual, todo lo cual es contradictorio con la globalización abarcante
que pretende hegemonizar costumbres, tradiciones y hábitos, a fin de hacer de
los pueblos, meros objetos de uso. Dicho en palabras del presidente Rafael
Correa, “…una globalización que no busca crear sociedades planetarias, sino tan
solo mercados planetarios; que no busca crear ciudadanos del mundo sino tan
solo consumidores del mundo”.
Hoy, quienes
hacen política tienen que ocuparse de temas como la corrupción, el narcotráfico,
la protección del ambiente, las minorías, la pobreza y la exclusión. Además, la
presión del mercado para que el Estado limite su accionar a áreas estrictamente
administrativas, ha obligado al primero a iniciar un proceso de modernización
que le permita mantenerse como actor importante, cuando el mercado no ha podido
legitimarse como referente valorativo- normativo de las sociedades.
En este
contexto, se ha empezado a vivir un nuevo ambiente cultural donde pugnan por un
lado, las tendencias por imponer formas de actuación y de consumo ajenos a las
culturas tradicionales y por otro, aquellas que en medio de la vorágine
mass-mediática trata de mantener un espacio que le dé sentido a la política y
que le permita actuar en sociedad.
Este es el marco
para que la democracia cobre su
verdadero valor, poniendo al ser humano en el centro de su interés y de su
acción. La democracia no debe ser entendida como un punto de llegada, sino como
un camino a ser transitado, en el cual, asumir las transformaciones de la
política permitirán que ese recorrido sea más provechoso, garantizando el
espacio para el libre desarrollo de la actividad de los hombres.
En América
Latina, la situación de extrema pobreza afecta a la tercera parte de la
población, que subsiste con ingresos inferiores a un dólar por día por persona.
El 20% más pobre de la población recibe menos del 4% del ingreso en tanto que
el 10% más rico recibe más del 30%.
Por ello, uno de
los grandes retos que enfrentan los países latinoamericanos radica, precisamente,
en lanzar la justicia social, para lo cual es indispensable crear riqueza y que
ésta sea bien y equitativamente distribuida.
En algunos
países de la región, a la crisis económica y la complicación social
corresponden deformaciones y carencias culturales y tendencias a la
anarquización política; patrones de tipo pragmático o utilitarista,
sobrevaloran el dinero, el éxito y el poder económicos logrados con cualquier método y a cualquier precio. Recurrir
al autoritarismo, a la coerción, la violencia y el menosprecio a la democracia
y el imperio del derecho son preferidos tanto por grupos que pretenden
conservar el status quo como por los que buscan destruirlo y reemplazarlo.
Asimismo, en varios países de Latinoamérica existe una crisis de los partidos
políticos y los parlamentos, que a su vez se integran en la constelación de
factores y procesos con efectos negativos para el sistema y la vida de la
democracia. Así, el reordenamiento de las fuerzas y sectores políticos, ya no
obedece solamente a las prioridades del desarrollo, sino también y de manera
fundamental a la estructuración del poder estatal en torno al proyecto
democrático. De modo tal que las nuevas alianzas que se realizan bajo el signo
de la democracia, deben hacerse siempre sobre la base del máximo consenso. En
todo caso, el llamado a la participación resulta por demás imperativo para la
consolidación del proyecto democrático, sin embargo, no hay que obviar que las
tendencias en contra de la organización de la política de ese modo se revelan
en nuestros días muy persistentes, obligándonos a permanecer siempre atentos a
las repercusiones que esto pueda tener.
Esta situación obliga
a que el discurso democrático actual en América Latina conlleve signos forzados
que expresen la voluntad de apertura hacia la participación popular, como
muestra real de la voluntad política de hacer cambios; esto es, practicar y
reconocer la política democrática como un vínculo permanente entre los
ciudadanos y el gobierno. Este se establece y reconoce las libertades civiles,
los derechos políticos básicos, el principio de la mayoría y los derechos de
las minorías, elecciones libres y el respeto total a los derechos humanos, para
la regeneración de la vida ciudadana, el fortalecimiento de las organizaciones
intermedias entre las que destacan los partidos políticos, pero también los
sindicatos, las cooperativas y otros grupos de interés organizados en la
sociedad.
No se puede
negar que la democracia ha ampliado los espacios de libertad, la actuación de
la sociedad, la responsabilidad política, el control civil de las fuerzas
armadas y ha dado lugar a una preocupación veraz por la equidad social y una
distribución más justa de las riquezas, sin embargo, es evidente también que
persisten los enclaves autoritarios, precariedad de las instituciones
representativas y de los derechos de los ciudadanos, así como niveles
intolerables de exclusión y pobreza.
Este contexto de
realizaciones no obsta para decir que hoy, todo ello es insuficiente. Muchos se
preguntan por qué en un país como Brasil con un gobierno de izquierda, se han
producido las multitudinarias manifestaciones populares de protesta. Son las
mismas que se han realizado en años recientes en países como Túnez, Egipto,
Grecia, España, Chile o Estados Unidos. Los participantes no luchan por la
revolución ni por el socialismo. Sólo exigen democracia, participación,
justicia y equidad. Todas podrían ser consideradas demandas liberales que están
consagradas constitucionalmente y que seguro fueron objetivos de campaña de los
partidos en el gobierno sean estos de izquierda o derecha. El problema no pasa
por ahí. Es mucho más profundo. Es el de un sistema en crisis que no es capaz
de dar respuestas a las demandas
populares. Es cierto que los gobiernos del PT han sacado de la pobreza a 30
millones de brasileños y nadie puede poner en duda que esa es una acción
revolucionaria, pero no basta. Varios millones continúan aún excluidos. Ni hablar de aquellos países gobernados por
la derecha donde la respuesta es más represión y más medidas neoliberales.
Sólo una
democracia plena, participativa, solidaria y equitativa en la que los pueblos
dejen de ser objeto para transformarse en sujeto de la política puede producir
los cambios necesarios. Cuando las posibilidades económicas no lo permiten, la
conciencia consentirá comprender las dificultades, de manera que pueblo y
gobierno sean uno sólo en la búsqueda de las soluciones. Ello, únicamente es
posible en socialismo.
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