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jueves, 7 de mayo de 2020

Alerta, más que nunca, alerta: Estados Unidos puede estar preparando algo mayor.




Tras la desaparición de la Unión Soviética y el fin del mundo bipolar, Estados Unidos se quedó sin enemigo, necesitaba crear uno nuevo ahora que el “fin de la historia” había hecho posible que el capitalismo imperara en el mundo hasta la eternidad. 

Pero tal situación provocó un desajuste en la estructuración de los planes hegemónicos imperiales por lo que se dio a la tarea de crear ese nuevo enemigo que le permitiera establecer un nuevo orden mundial a partir de sus intereses. En este contexto, el narcotráfico y los migrantes indocumentados vinieron a ocupar ese sitial como ejes de la reorganización de su poder militar. En América Latina, estos planes tuvieron que ser ajustados cuando el día final del siglo pasado, el último soldado del ejército de ocupación yanqui en Panamá debió abandonar el territorio de ese país en cumplimiento de los acuerdos Torrijos- Carter. 

Aunque desde la misma firma de estos tratados, el Pentágono había comenzado a tomar medidas para reorganizar su contingente bélico en el hemisferio occidental, el proceso provocó no pocas contrariedades para el alto mando castrense estadounidense. El Plan Colombia vino a ser el procedimiento diseñado para reestructurar su presencia militar en la región, a partir ahora de la lógica de una supuesta lucha contra el narcotráfico. 

Dos hechos vendrían a tener nuevo impacto para este asunto: en primer término, la victoria electoral de Hugo Chávez en 1998 en Venezuela que inició un proceso de transformación de las reglas de juego en la región y, por otro lado, las acciones terroristas perpetradas por oscuras fuerzas aún no identificadas el 11 de septiembre de 2001 que permitieron a Estados Unidos y al presidente Bush señalar al terrorismo como su enemigo principal. Así, a cambio de 3.000 muertos, cifra irrisoria si se compara con los 100 a 200 mil que Trump ha dispuesto sacrificar en pos de su reelección, Bush aprovechó de inaugurar una estructura unipolar del mundo, emergiendo como el único ganador tras estos tenebrosos hechos. 

La fusión operativa de estos dos enemigos permitió darle vitalidad y globalidad al concepto de narcoterrorismo. Aunque nacido en los años 80 del siglo pasado en Colombia para identificar a los grandes carteles de la droga que realizaban deleznables acciones armadas contra la población civil, Estados Unidos se apropió del término a partir de 2001 y comenzó su difusión masiva por la necesidad de registrar un enemigo tras su invasión a Afganistán en octubre de ese año. 

Desde ese momento, la mediática transnacional se ha encargado de asociar ese apelativo a cualquier gobierno u organización política o social que no siga los dictados de Washington y no se ajuste a su nuevo esquema de dominación. De esta manera, han sido perversamente agrupados bajo la denominación de “eje del mal” generalizando un concepto emitido por el presidente George W. Bush el 29 de enero de 2002 en su discurso del Estado de la Unión ante el Congreso de su país. 

Esta conceptualización política evade que Irán, Cuba, Venezuela y Nicaragua han sido refrendados por organizaciones internacionales independientes de Estados Unidos y por la propia Organización de Naciones Unidas (ONU) como países destacados en la lucha contra el narcotráfico, además de tener un ínfimo consumo interno. La incorporación a esta lista de la organización islámica libanesa Hezbolá se entiende solamente como parte del mecanismo de sustentación de la política de Estados Unidos en el Asia occidental que tiene en Israel su principal soporte. 

En el momento actual, la irradiación mediática del concepto de narcoterrorismo persigue objetivos similares en aquellas áreas del globo en las que Estados Unidos posee intereses geopolíticos estratégicos. En el Asia Occidental, ante el vencimiento y probable renovación del Plan de Acción Integral Conjunto con Irán sin Estados Unidos, este país quedará aún más aislado de Europa toda vez que su postura solo ha sido apoyada por Israel y Arabia Saudita, sus tradicionales aliados en la región. Las sanciones a Irán han afectado de manera sólida su economía, pero no han quebrado su voluntad de resistencia y apoyo a las posiciones antiimperialistas y anti sionistas en la región. Europa ya ha anunciado que, contrario a su política tradicional, en este caso no se subordinará a Estados Unidos, lo cual deja al gobierno de Trump en una situación de debilidad en esta estratégica zona del mundo. 

En la misma condición se inscriben las recientes acciones imperiales en América Latina y el Caribe, en particular contra Cuba y Venezuela. La incursión naval realizada por desertores venezolanos organizados y entrenados por una empresa de reclutamiento de mercenarios de Estados Unidos con financiamiento de este país y de la ultraderecha terrorista de Venezuela da cuenta de que, además de la presión por vía terrestre, ahora Washington ha comenzado a operar por vía marítima. Expresión de ello son las maniobras navales de la OTAN, bajo comando de Estados Unidos en el Caribe; la irrupción de un barco portugués que transportaba mercenarios en aguas territoriales venezolanas, que tras un encuentro violento con una patrullera de la armada bolivariana, fue obligado a retirarse a las Antillas Holandesas; la incorporación de un barco de los Países Bajos y el uso del territorio de las islas holandesas del Caribe muy cercanas a las costas de Venezuela como base de operaciones de la OTAN contra nuestro país. Así mismo, se debe considerar la presencia de navíos británicos, franceses y españoles en el Caribe y la captura de dos barcos cargados con cocaína que se dirigían desde Colombia, uno a Brasil y otro a España, que después de ser capturados, fueron sujeto de un intento de involucrar a Venezuela en el despacho de la droga diciendo que habían salido desde su jurisdicción, cuando lo cierto es que nunca pasaron por territorio terrestre ni marítimo de este país. 

Todo esto va configurando un expediente a través del cual se va escalando el conflicto. En momentos en que las fronteras terrestres, de la misma manera que los aeropuertos están cerradas, y el transporte aéreo ha sido disminuido a una mínima expresión, la vía marítima surge como la principal y casi única ruta para las comunicaciones de Venezuela con el exterior. 

Ello explica el extraordinario e insólito despliegue militar y naval de la OTAN en el Caribe bajo disfraz de operaciones antinarcóticos en una región por la que sólo transita el 4% del total de cocaína que Colombia envía a Estados Unidos en su perfecto negocio de mayor ofertante y mayor demandante. Todas las otras acciones, antes mencionadas forman parte de la fase exploratoria que la OTAN y el Comando Sur están realizando en la preparación de una acción contra Venezuela, esta vez con soldados profesionales y bajo mando directo del Pentágono. 

La tercerización de las operaciones persiguen el objetivo de obtener información sobre la capacidad de respuesta técnico operativa del dispositivo de defensa de las fuerzas armadas de Venezuela en el marco de la concepción de “guerra de todo el pueblo”, ante lo que altos oficiales de Estados Unidos han reconocido que les resulta muy difícil planificar y eventualmente ejecutar operaciones toda vez que desconocen la cantidad y calidad de la milicia y el pueblo militarmente organizado. 

Ante esto, es probable que el accionar militar de Estados Unidos se decante por operaciones quirúrgicas de captura de altos dirigentes bolivarianos o la ocupación de alguna de las muchas islas del Caribe bajo soberanía de Venezuela a fin de instalar un gobierno que pida ayuda a Estados Unidos para darle falso soporte legal a una eventual operación en gran escala contra el territorio nacional. 

Otra posibilidad sería la realización de una operación de falsa bandera en Brasil o Colombia, organizada y ejecutada por fuerzas especiales de Estados Unidos o Israel y apoyo de los gobiernos de esos países con el objetivo de culpar de las mismas a Venezuela, las FARC, el ELN de Colombia, Irán, Hezbolá o a cualquiera que se le ocurra a los laboratorios de terror de los órganos de inteligencia estadounidenses, buscando el mismo objetivo de legalizar una acción de gran envergadura contra Venezuela. 

En la memoria reciente, están las armas atómicas en Irak, la represión del pueblo por parte de Gadafi en la Plaza Verde de Trípoli, las armas químicas nunca encontradas en Siria, la presencia de Osama Bin Laden en Afganistán, todo lo cual ha resultado falso, pero que han servido para justificar invasiones de Estados Unidos que han provocado millones de muertos y centenares de millones de dólares de daños producidos por la agresión imperial. 

A estas alturas, está ampliamente demostrado -por las propias declaraciones de sus máximos dirigentes- que Estados Unidos ha puesto todas las variables sobre la mesa para derrocar al gobierno de Venezuela. Habría que agregar que hoy, el contexto electoral que hace solo dos meses favorecía ampliamente a Trump, se está revirtiendo aceleradamente tras su desastroso manejo de la crisis provocada por la pandemia del COVID-19 y la funesta situación de la economía de la potencia norteamericana . A esto habría que sumarle la pública decisión de los presidentes de Colombia y Brasil de subordinar la soberanía de sus países a Estados Unidos a fin de ganar su apoyo para manejar el propio descrédito interno. 

La alerta está dada, ante cada nueva derrota de la política de Estados Unidos, emergen también nuevas acciones diseñadas en sus laboratorios de generación y promoción del terrorismo. Es evidente –porque también lo han dicho sus dirigentes- que irán escalando y apretando la horca contra Venezuela. En esa medida, en tanto se acerquen las elecciones de noviembre y en tanto sigan aumentando –como se ha pronosticado por los científicos- el número de contaminados y muertos por la pandemia en Estados Unidos, el peligro será mayor. 

Hace unos años se coreaba que había que estar alerta porque la espada de Bolívar estaba caminando por América Latina, hoy, hay que tener esa espada presta para defender la ciudad y el país natal del Libertador.

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